19/01/2010

EL GLORIOSO TEMPLO DEL CIELO

El pasaje bíblico que más que cualquier otro había sido el fundamento y el pilar central de la fe adventista era la declaración: "Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario" (Dan. 8: 14, VM). Estas palabras habían sido familiares para todos los que creían en la próxima venida del Señor. La profecía que encerraban era repetida como santo y seña de su fe por miles de bocas. Todos sentían que sus esperanzas más gloriosas y más queridas dependían de los acontecimientos predichos por ella. Había quedado demostrado que esos días proféticos terminaban en el otoño del año 1844. En común con el resto del mundo cristiano, los adventistas creían entonces que la tierra, o alguna parte de ella, era el santuario. Entendían que la purificación del santuario era la purificación de la tierra por medio del fuego del último y supremo día, y que ello se verificaría en ocasión del segundo advenimiento. De ahí que concluyeran que Cristo volvería a la tierra en 1844.
Pero el tiempo señalado había pasado, y el Señor no había aparecido. Los creyentes sabían que la Palabra de Dios no podía fallar; su interpretación de la profecía debía ser, pues, errada; pero, ¿dónde estaba el error? Muchos cortaron sin más trámites el nudo de la dificultad negando que los 2.300 días terminaran en 1844. Este aserto no podía apoyarse con prueba alguna, a no ser con la de que Cristo habría vuelto entonces para limpiar el santuario mediante la purificación de la tierra por fuego, y que como no había venido, los días no podían haber terminado.
Exactitud de los períodos proféticos
Aceptar estas conclusiones equivalía a renunciar a los cómputos anteriores de los períodos proféticos. Se había comprobado que los 2.300 días principiaron cuando entró en vigor el decreto de Artajerjes que ordenaba la restauración y la edificación de Jerusalén en el año 457 AC. Al tomar esto como punto de partida, había perfecta armonía en la aplicación de todos los acontecimientos predichos en la explicación de ese período que se halla en Daniel 9: 25-27. Sesenta y nueve semanas, o los 483 primeros años de los 2.300 años debían alcanzar hasta el Mesías, el Ungido; y el bautismo de Cristo y su unción por el Espíritu Santo, en el año 27 de nuestra era, cumplían exactamente la predicción. En medio de la septuagésima semana el Mesías debía ser muerto. Tres años y medio después de su bautismo, Cristo fue crucificado, en la primavera del año 31. Las setenta semanas, o 490 años les correspondían especialmente a los judíos. Al fin del período, la nación selló su rechazamiento de Cristo con la persecución de sus discípulos, y los apóstoles se volvieron hacia los gentiles en el año 34 de nuestra era. Al terminar entonces los 490 primeros años de los 2.300, quedaban aún 1.810 años. Si contamos desde el año 34, los 1.810 años llegan a 1844. "Entonces -había dicho el ángel- será purificado el Santuario". Era indudable que todas las anteriores predicciones de la profecía se habían cumplido en el tiempo señalado.
En ese cálculo todo era claro y armonioso, menos la circunstancia de que en 1844 no se veía acontecimiento alguno que correspondiera a la purificación del santuario. Negar que los días terminaban en esa fecha equivalía a confundir todo el asunto y abandonar creencias fundadas en el cumplimiento indudable de las profecías.
Pero Dios había dirigido a su pueblo en el gran movimiento adventista; su poder y su gloria habían acompañado la obra, y él no permitiría que ésta terminara en la oscuridad y en un chasco, para que se la cubriera de oprobio como si fuese una mera excitación mórbida y un producto del fanatismo. No iba a dejar su Palabra envuelta en dudas e incertidumbres. Aunque muchos abandonaron sus primeros cálculos de los períodos proféticos, y negaron la exactitud del movimiento basado en ellos, otros no estaban dispuestos a negar puntos de fe y de experiencia que estaban sostenidos por las Sagradas Escrituras y por el testimonio del Espíritu de Dios. Creían haber adoptado en sus estudios de las profecías sanos principios de interpretación, que era su deber atenerse firmemente a las verdades ya adquiridas, y seguir en el mismo camino de la investigación bíblica. Orando con fervor, volvieron a considerar su situación, y estudiaron las Santas Escrituras para descubrir su error. Como no encontraron ninguno en sus cálculos de los períodos proféticos, fueron inducidos a examinar más de cerca la cuestión del santuario.
El santuario del pacto antiguo
En sus investigaciones vieron que en las Santas Escrituras no había prueba alguna que apoyara la creencia general de que la tierra es el santuario; pero encontraron en la Biblia una explicación completa de la cuestión del santuario, su naturaleza, su ubicación y sus servicios; pues el testimonio de los escritores sagrados era tan claro y tan amplio que despejaba toda duda con respecto a este asunto. El apóstol Pablo dice en su epístola a los Hebreos: "En verdad el primer pacto también tenía reglamentos del culto, y su santuario que lo era de este mundo. Porque un tabernáculo fue preparado, el primero, en que estaba el candelabro y la mesa y los panes de la proposición; el cual se llama el Lugar Santo. Y después del segundo velo, el tabernáculo que se llama el Lugar Santísimo: que contenía el incensario de oro y el arca del pacto, cubierta toda en derredor de oro, en la cual estaba el vaso de oro que contenía el maná, y la vara de Aarón que floreció, y las tablas del pacto; y sobre ella, los querubines de gloria, que hacían sombra al propiciatorio" (Heb. 9: 1-5, VM).
El santuario al cual se refiere aquí San Pablo era el tabernáculo que construyó Moisés por orden de Dios como morada terrenal del Altísimo. "Me harán un santuario, para que yo habite en medio de ellos" (Exo. 25: 8, VM), había sido la orden dada a Moisés mientras estaba en el monte de Dios. Los israelitas estaban peregrinando por el desierto, y el tabernáculo se preparó de modo que pudiera ser llevado de un lugar a otro; no obstante, era una construcción de gran magnificencia . . .
Después que los israelitas se establecieron en Canaán, el tabernáculo fue reemplazado por el templo de Salomón, el cual aunque era un edificio permanente y de mayores dimensiones, conservaba las mismas proporciones y el mismo mobiliario. El santuario subsistió así -menos durante el período cuando permaneció en ruinas en tiempo de Daniel- hasta su destrucción por los romanos en el año 70 de nuestra era.
Ese fue el único santuario que haya existido en la tierra y del cual la Biblia nos da alguna información. San Pablo dijo de él que era el santuario del primer pacto. Pero, ¿no tiene el nuevo pacto también el suyo?
El santuario del nuevo pacto en el cielo.
Al volver al libro de Hebreos, los que buscaban la verdad encontraron que existía un segundo santuario, o sea el del nuevo pacto, al cual se alude en las palabras ya citadas del apóstol Pablo: "En verdad el primer pacto también tenía reglamentos del culto, y su santuario que lo era de este mundo". El uso de la palabra "también" implica que Pablo ha mencionado antes este santuario. Si volvemos al principio del capítulo anterior, leemos: "Lo principal, pues, entre las cosas que decimos es esto: Tenemos un tal sumo sacerdote que se ha sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; ministro del santuario y del verdadero tabernáculo, que plantó el Señor, y no el hombre" (Heb. 8: 1, 2, VM).
Aquí tenemos revelado el santuario del nuevo pacto. El santuario del primer pacto fue levantado por el hombre, construido por Moisés; este segundo es levantado por el Señor; no por el hombre. En aquel santuario servían los sacerdotes terrenales; en éste es Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, quien ministra a la diestra de Dios. Uno de los santuarios estaba en la tierra, el otro está en el cielo.
Además, el tabernáculo que construyó Moisés se hizo según un modelo. El Señor le ordenó: "Conforme a todo lo que yo te mostraré, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus vasos, así lo haréis". Y le mandó además: "Mira, y hazlos conforme a su modelo, que te ha sido mostrado en el monte" (Exo. 25: 9, 40). Y San Pablo dice que el primer tabernáculo "era una parábola para aquel tiempo entonces presente; conforme a la cual se ofrecían dones y sacrificios"; que sus santos lugares eran "representaciones de las cosas celestiales"; que los sacerdotes que presentaban las ofrendas según la ley, ministraban lo que era "la mera representación y sombra de las cosas celestiales", y que "no entró Cristo en un lugar santo hecho de mano, que es una mera representación del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora delante de Dios por nosotros" (Heb. 9: 9, 23; 8: 5; 9: 24, VM).
Cristo en su Santuario. Págs. 98 –101.

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