Cristo el Señor, el Hijo de Dios, descendió del cielo y se hizo carne, y habitó entre los hombres como Hijo del hombre. Murió en la cruz del Calvario por nuestras ofensas. Resucitó de los muertos a causa de nuestra justificación. Ascendió al cielo como nuestro abogado, y como tal se sentó a la diestra del trono de Dios.
Es sacerdote en el trono de su Padre; sacerdote para siempre según el orden de Melchisedec.
A la diestra de Dios, en el trono de Él, como sacerdote en su trono, Cristo es "ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".
Y volverá otra vez en las nubes del cielo con poder y gran gloria para tomar a su pueblo consigo, para presentarse a sí mismo su iglesia gloriosa, y para juzgar al mundo.
Las declaraciones anteriores constituyen principios eternos de la fe cristiana.
Para que la fe sea verdadera y plena, es preciso que la vida de Cristo en la carne, su muerte en la cruz, su resurrección, ascensión y su sentarse a la diestra del trono de Dios en los cielos sean principios eternos en la fe de todo cristiano.
El que ese mismo Jesús sea sacerdote a la diestra de Dios en su trono, debe igualmente ser un principio eterno en la fe de todo cristiano a fin de que se trate de una fe plena y verdadera.
Que Cristo -el Hijo de Dios- como sacerdote a la diestra del trono de Dios es "ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre", será también un principio eterno en la fe madura y plena de todo cristiano.
Y esa verdadera fe en Cristo - el Hijo de Dios - como el auténtico sacerdote en ese ministerio y santuario verdaderos, a la diestra de la Majestad en los cielos; esa fe en que su sacerdocio y ministerio acaban la transgresión, ponen fin a los pecados, hacen reconciliación por la iniquidad y traen la justicia de los siglos, esa fe, hará perfecto a todo el que a él se allega. Lo preparará para el sello de Dios y para el ungimiento final del Santo de los santos.
Por medio de esa verdadera fe, todo creyente que sea de esa fe genuina puede tener la certeza de que en él y en su vida acaba la transgresión y se pone fin a los pecados, se hace reconciliación por toda iniquidad de su vida y la justicia perdurable viene a reinar en su vida por siempre jamás. Puede estar perfectamente seguro de ello, ya que la Palabra de Dios así lo afirma, y la verdadera fe viene por oír la Palabra de Dios.
Todos cuantos pertenezcan a esa verdadera fe pueden estar tan seguros de todo lo anterior, como de que Cristo está a la diestra del trono de Dios. Lo pueden saber con la misma certeza con la que saben que Cristo es sacerdote sobre ese trono. Con la misma seguridad de que él es allí "ministro del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre". Exactamente con la misma confianza que merece toda declaración de la Palabra de Dios, ya que ésta lo establece de forma inequívoca.
Por lo tanto, en este tiempo, que todo creyente en Cristo se levante en la fortaleza de esa verdadera fe, creyendo sin reservas en el mérito de nuestro gran Sumo Sacerdote, en su santo ministerio e intercesión en favor nuestro.
En la confianza de esa verdadera fe, que todo creyente en Jesús exhale un largo suspiro de alivio, en agradecimiento a Dios por el cumplimiento de lo esperado: que la transgresión acabe en su vida, que rompa con la iniquidad por siempre; que se ponga fin a los pecados en su vida, de forma que se libere por siempre de ellos; que se haga reconciliación por la iniquidad, siendo por siempre limpiado de ella mediante la sangre del esparcimiento; y que la justicia eterna sea traída a su vida, para reinar ya por siempre, para sostenerlo, guiarlo y salvarlo en la plenitud de la redención eterna que, mediante la sangre de Cristo, se da a todo creyente en Jesús, nuestro gran Sumo Sacerdote y verdadero Intercesor.
Entonces, en la justicia, paz y poder de esa verdadera fe, que todo aquel que lo comprenda esparza por doquier las gloriosas nuevas del sacerdocio de Cristo, de la purificación del santuario, de la consumación del misterio de Dios, de la llegada del tiempo del refrigerio y de la pronta venida del Señor "para ser glorificado en sus santos, y a hacerse admirable en aquel día en todos los que creyeron", y "para presentarla para sí, una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga, ni cosa semejante; antes que sea santa e inmaculada".
"Así que la suma acerca de lo dicho es: Tenemos tal pontífice que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".
"Así que hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el camino que él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne; y teniendo un sacerdote sobre la casa de Dios, lleguémonos con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia". Y "mantengamos firme la profesión de nuestra fe sin fluctuar; que fiel es el que prometió".
Es sacerdote en el trono de su Padre; sacerdote para siempre según el orden de Melchisedec.
A la diestra de Dios, en el trono de Él, como sacerdote en su trono, Cristo es "ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".
Y volverá otra vez en las nubes del cielo con poder y gran gloria para tomar a su pueblo consigo, para presentarse a sí mismo su iglesia gloriosa, y para juzgar al mundo.
Las declaraciones anteriores constituyen principios eternos de la fe cristiana.
Para que la fe sea verdadera y plena, es preciso que la vida de Cristo en la carne, su muerte en la cruz, su resurrección, ascensión y su sentarse a la diestra del trono de Dios en los cielos sean principios eternos en la fe de todo cristiano.
El que ese mismo Jesús sea sacerdote a la diestra de Dios en su trono, debe igualmente ser un principio eterno en la fe de todo cristiano a fin de que se trate de una fe plena y verdadera.
Que Cristo -el Hijo de Dios- como sacerdote a la diestra del trono de Dios es "ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre", será también un principio eterno en la fe madura y plena de todo cristiano.
Y esa verdadera fe en Cristo - el Hijo de Dios - como el auténtico sacerdote en ese ministerio y santuario verdaderos, a la diestra de la Majestad en los cielos; esa fe en que su sacerdocio y ministerio acaban la transgresión, ponen fin a los pecados, hacen reconciliación por la iniquidad y traen la justicia de los siglos, esa fe, hará perfecto a todo el que a él se allega. Lo preparará para el sello de Dios y para el ungimiento final del Santo de los santos.
Por medio de esa verdadera fe, todo creyente que sea de esa fe genuina puede tener la certeza de que en él y en su vida acaba la transgresión y se pone fin a los pecados, se hace reconciliación por toda iniquidad de su vida y la justicia perdurable viene a reinar en su vida por siempre jamás. Puede estar perfectamente seguro de ello, ya que la Palabra de Dios así lo afirma, y la verdadera fe viene por oír la Palabra de Dios.
Todos cuantos pertenezcan a esa verdadera fe pueden estar tan seguros de todo lo anterior, como de que Cristo está a la diestra del trono de Dios. Lo pueden saber con la misma certeza con la que saben que Cristo es sacerdote sobre ese trono. Con la misma seguridad de que él es allí "ministro del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre". Exactamente con la misma confianza que merece toda declaración de la Palabra de Dios, ya que ésta lo establece de forma inequívoca.
Por lo tanto, en este tiempo, que todo creyente en Cristo se levante en la fortaleza de esa verdadera fe, creyendo sin reservas en el mérito de nuestro gran Sumo Sacerdote, en su santo ministerio e intercesión en favor nuestro.
En la confianza de esa verdadera fe, que todo creyente en Jesús exhale un largo suspiro de alivio, en agradecimiento a Dios por el cumplimiento de lo esperado: que la transgresión acabe en su vida, que rompa con la iniquidad por siempre; que se ponga fin a los pecados en su vida, de forma que se libere por siempre de ellos; que se haga reconciliación por la iniquidad, siendo por siempre limpiado de ella mediante la sangre del esparcimiento; y que la justicia eterna sea traída a su vida, para reinar ya por siempre, para sostenerlo, guiarlo y salvarlo en la plenitud de la redención eterna que, mediante la sangre de Cristo, se da a todo creyente en Jesús, nuestro gran Sumo Sacerdote y verdadero Intercesor.
Entonces, en la justicia, paz y poder de esa verdadera fe, que todo aquel que lo comprenda esparza por doquier las gloriosas nuevas del sacerdocio de Cristo, de la purificación del santuario, de la consumación del misterio de Dios, de la llegada del tiempo del refrigerio y de la pronta venida del Señor "para ser glorificado en sus santos, y a hacerse admirable en aquel día en todos los que creyeron", y "para presentarla para sí, una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga, ni cosa semejante; antes que sea santa e inmaculada".
"Así que la suma acerca de lo dicho es: Tenemos tal pontífice que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre".
"Así que hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el camino que él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne; y teniendo un sacerdote sobre la casa de Dios, lleguémonos con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia". Y "mantengamos firme la profesión de nuestra fe sin fluctuar; que fiel es el que prometió".
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