20/12/2008

EL VERBO SE HIZO CARNE

"En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios" (Juan 1:1). "Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros" (vers. 14).

El tema de la redención será la ciencia y el canto por las edades eternas, y bien puede ocupar nuestras mentes durante nuestra breve morada aquí. No hay ninguna otra porción de ese gran tema que demande tanto de nuestras mentes a fin de poder apreciarlo, como el tema que vamos a estudiar : "el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros". Por Él "fueron hechas" todas las cosas. Ahora, Él mismo "fue hecho". El que tenía toda la gloria con el Padre, la deja a un lado, y es hecho carne. Deja a un lado su modo divino de existencia, y toma el del hombre; y Dios se manifiesta en la carne. Esa verdad es el fundamento mismo de toda verdad.

UNA VERDAD RECONFORTANTE

El que Jesucristo se hiciera carne, el que Dios se manifestase en la carne, es una de las verdades que más ánimo traen, una de las verdades más instructivas, una verdad en la que debiera gozarse la humanidad.

Quisiera estudiar esta cuestión teniendo en vista nuestro presente beneficio personal. Concentremos al máximo nuestras mentes, pues comprender que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros requiere todas las energías de nuestra mente. Consideremos, primeramente, qué clase de carne fue, pues ahí está el fundamento mismo de la cuestión, en lo que tiene que ver personalmente con nosotros. "Por cuanto los hijos participan de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, a saber, al diablo. Y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre. Porque de cierto, no vino para ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abrahán. Por eso, debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser compasivo y fiel Sumo Sacerdote ante Dios, para expiar los pecados del pueblo. Y como él mismo padeció al ser tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:14-18). Para que, sujetándose a la muerte, tomando sobre sí la carne de pecado, pudiera destruir mediante su muerte al que tenía el imperio de la muerte.
"Porque de cierto, no vino para ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abrahán" (Heb. 2:16). En el siguiente versículo se nos da la razón de ello: "Por eso, debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser compasivo y fiel Sumo Sacerdote ante Dios, para expiar los pecados del pueblo". "Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como refiriéndose a muchos, sino a uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo" (Gál. 3:16). Viene verdaderamente en ayuda de la simiente (o descendencia) de Abraham, haciéndose Él mismo simiente de Abraham. Dios, enviando a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó el pecado en la carne; para que la justicia que requiere la ley se cumpla en nosotros, que no andamos según la carne, sino según el Espíritu (Rom. 8:3 y 4).
Por lo tanto, podéis ver que la Escritura expone claramente que Jesucristo tenía exactamente la misma carne que nosotros: carne de pecado, carne en la que nosotros pecamos; carne, sin embargo, en la que Él no pecó jamás. Pero llevó nuestros pecados en esa carne de pecado. No olvidéis ese punto. No importa cómo lo hayáis podido considerar en el pasado, vedlo ahora tal como está en la Palabra; y cuanto más lo veáis en esa forma, más razón tendréis para agradecer a Dios porque así sea.

EL PECADO DE ADÁN, UN TIPO...

¿Cuál era la situación? Adán había pecado, y siendo que él era la cabeza de la familia humana, su pecado fue un pecado representativo, un tipo. Dios había hecho a Adán a su propia imagen, pero esa imagen se perdió por el pecado. Adán engendró entonces hijos e hijas, pero los engendró a su propia imagen, no a la de Dios (Gén. 5:3). Todos somos descendientes de un linaje tal, pero siempre a imagen de Adán.

Así continuaron las cosas durante 4.000 años, y entonces vino Jesucristo, de carne y en carne, hecho de mujer, hecho bajo la ley; nacido del Espíritu, pero en carne. Y ¿qué carne pudo tomar, si no es la carne que había en aquel tiempo? No sólo eso, sino que fue la carne que Él mismo dispuso que había de tomar; porque podéis ver que se trataba de auxiliar al hombre en la dificultad en la que éste había caído, y el hombre es un agente moral libre. La obra de Cristo ha de ser, no la de destruirlo, no la de crear una nueva raza, sino re-crear al hombre, restaurar en él la imagen de Dios. "Vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios experimentase la muerte en provecho de todos" (Heb. 2:9).

UNA RAZA CONDENADA Y DESVALIDA


Dios hizo al hombre un poco menor que a los ángeles, pero el hombre cayó mucho más bajo por su pecado. Queda totalmente separado de Dios; pero ha de ser elevado de nuevo.

Jesucristo vino para realizar esa obra, y a fin de ello, vino, no allí donde estaba el hombre antes de su caída, sino donde estaba después de haber caído. Tal es la lección contenida en la escalera de Jacob. Ésta descansaba sobre el terreno en donde estaba Jacob, pero su extremo superior alcanzaba hasta el cielo. Cuando Cristo viene a rescatar al hombre del pozo en el que está, no se acerca a la entrada del pozo para mirar y decirle: ‘Sube hasta aquí, y yo te ayudaré’. Si el hombre pudiera por sí mismo retornar hasta el punto en el que cayó, sería igualmente capaz de lograr el resto. Si pudiera dar un solo paso por sí mismo, podría recorrer todo el camino; pero debido a que el hombre está rematadamente arruinado, débil, herido y destrozado, de hecho absolutamente desvalido, Jesucristo viene allí donde él se encuentra, y se une con él. Toma su carne y se hace un hermano suyo. Jesucristo es nuestro hermano en la carne; nació en la familia.
"Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único". Sólo tenía un Hijo, y lo entregó. Y ¿a quién lo entregó? "Un niño nos es nacido".

UN NIÑO NOS ES NACIDO

Isaías 9:6. Hasta en el mismo cielo ha introducido cambios el pecado, puesto que Jesucristo, a causa del pecado, tomó sobre sí la humanidad y la lleva ahora. La seguirá llevando por la eternidad. Jesucristo vino a ser el Hijo del hombre, tanto como el Hijo de Dios. Nació en nuestra familia. No vino como un ser angélico, sino que nació en la familia y creció en ella; fue un niño, un joven, un adulto, un hombre en la flor de la vida, en nuestra familia. Es el Hijo del hombre, nuestro pariente, llevando la carne que nosotros llevamos.

Adán era el representante de la familia; por lo tanto, su pecado fue un pecado representativo. Cuando vino Jesucristo, vino a tomar el lugar del Adán que cayera. "El primer Adán fue hecho un ser viviente. El postrer Adán, un espíritu vivificante" (1 Cor. 15:45). El segundo Adán es Jesucristo hombre, y Él vino para unir la familia humana con la divina. Dios nos es presentado como el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda la familia de los cielos y de la tierra (Efe. 3:14 y 15). Jesucristo, el Hijo del Dios viviente, vino a esta parte de la familia a fin de poder restaurarla, para que pudiera existir...

UNA FAMILIA NUEVAMENTE UNIDA, EN EL REINO DE DIOS


Jesús vino, y tomó la carne de pecado que esta familia había atraído sobre sí al pecar, y le trajo salvación, condenando al pecado en la carne.


Adán fracasó en su puesto, y por el delito de uno, los muchos fueron constituidos pecadores (Rom. 5:15). Jesucristo se dio a sí mismo, no sólo por nosotros, sino a nosotros, uniéndose a la familia, a fin de poder tomar el lugar del primer Adán, y como cabeza de la familia, rescatar aquello que se perdió en el primer Adán. La justicia de Jesucristo es una justicia representativa, como también lo fue el pecado de Adán; y Jesucristo, como segundo Adán, reunió consigo a toda la familia.
Pero desde que el primer Adán ocupó su lugar, ha habido un cambio, y la humanidad es humanidad pecaminosa. Se perdió el poder de la justicia. Para redimir al hombre de la posición en la que había caído, Jesucristo viene, y toma la carne misma que posee ahora la humanidad; viene en carne pecaminosa, y toma el asunto allí donde Adán fue probado y falló. Fue hecho, no ya hombre, sino que fue hecho carne, fue hecho humano, y reunió consigo a toda la humanidad, la abrazó en su mente infinita, y se tuvo como el representante de toda la familia humana.
Adán fue tentado al principio en lo referente al apetito. Cristo vino, y después de haber ayunado cuarenta días, el diablo lo tentó a que usara su poder divino para satisfacer su propio apetito. Y observad, fue en carne pecaminosa como fue tentado, no en la carne que Adán poseía cuando cayó. Es una verdad terrible, pero a mí me alegra terriblemente el que así sea. Se deduce necesariamente que al nacer, al ser nacido en la misma familia, Jesucristo es mi hermano en la carne, "por eso, no se avergüenza de llamarlos hermanos" (Heb. 2:11).
Ha venido a la familia, se ha identificado con ella. Es a la vez Padre y Hermano de la familia. Como padre, la representa. Vino a redimirla, condenando al pecado en la carne, uniendo la divinidad con la carne de pecado. Jesucristo hizo la conexión entre Dios y el hombre, a fin de que el Espíritu divino pudiera morar en la humanidad. Recorrió el camino en favor de la humanidad.

LLEVÓ NUESTROS DOLORES

Y vino junto a nosotros. No está alejado de nosotros ni en un simple paso. "Se hizo semejante a los hombres" (Fil. 2:7). Lleva ahora la semejanza de hombre, y al mismo tiempo posee la divinidad; es el divino Hijo de Dios. Así, mediante la unión de la divinidad con la humanidad, restaurará al hombre a la semejanza de Dios. Jesucristo, al tomar el lugar de Adán, tomó nuestra carne. Tomo nuestro lugar por completo, a fin de que nosotros pudiéramos tener su lugar. Tomó nuestra posición con todas sus consecuencias –y eso significa la muerte–, a fin de pudiéramos obtener la suya con todas sus consecuencias –y eso significa vida eterna. "Al que no tenía pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros seamos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5:21). Él no fue pecador, pero se ofreció para que Dios lo tratara como si lo fuese, a fin de que nosotros, que somos pecadores, pudiésemos ser tratados como si fuésemos justos. "Él llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores. Y nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido" (Isa. 53:4). Los dolores que llevó fueron nuestros dolores, y es un hecho cierto que se identificó de tal manera con la naturaleza humana, que llevó en sí mismo todos los dolores y penas de la totalidad de la familia humana. "Pero él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos curados" (Isa. 53:5). Lo que estaba hiriéndole a Él, nos estaba sanando a nosotros. Estaba siendo herido a fin de que pudiésemos ser sanados. "Todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se desvió por su camino. Pero el Eterno cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Isa 53:6). Y entonces murió, puesto que fue puesta sobre Él la iniquidad de todos nosotros. En Él no hubo pecado, pero los pecados del mundo entero fueron puestos sobre Él. He aquí el Cordero de Dios, llevando los pecados del mundo entero. "Él es la víctima por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Juan 2:2).

EL PRECIO PAGADO POR CADA ALMA

Quisiera que vuestras mentes capten la verdad de que, tanto si un hombre se arrepiente, como si no lo hace, Jesucristo ha llevado sus dolores, sus pecados, sus pesares, y se lo invita a que los deposite sobre Cristo. Aunque todo pecador en este mundo se arrepintiese con toda su alma, y volviese a Cristo, el precio se pagó ya con anterioridad. Jesús no esperó hasta que nos arrepintiésemos, antes de morir por nosotros. "Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5:8). "En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados" (1 Juan 4:10). Cristo murió por el bien de cada alma aquí reunida; ha llevado sus penas y dolores; pide simplemente que las depositemos sobre Él, y le permitamos que las lleve.

CRISTO NUESTRA JUSTICIA

Más aún; cada uno de nosotros estaba representado en Jesucristo cuando el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros. Estábamos todos allí en Jesucristo.

Todos estuvimos representados en Adán, según la carne; y al venir Cristo como el segundo Adán, anduvo hasta el lugar del primer Adán, de forma que todos estamos representados en Él. Cristo nos invita a entrar en la familia espiritual. Ha formado esa nueva familia, de la cual Él es la cabeza. Es el nuevo hombre. En Él tenemos la unión de lo divino con lo humano.

En esa nueva familia está representado cada uno de nosotros. "Y por decirlo así, el mismo Leví, que recibe los diezmos, pagó el diezmo por medio de Abrahán. Porque Leví aún estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro" (Heb. 7:9 y 10). Cuando Melquisedec dio la bienvenida a Abrahán, quien regresaba de una lucha victoriosa, éste le dio la décima parte de todo. Leví estaba aún en el seno de su padre Abrahán; pero dado que fue un descendiente de él, lo que Abrahán hizo, dice la Escritura que lo hizo Leví en Abrahán. Leví desciende de Abrahán según la carne. Aún no había nacido cuando Abrahán pagó el diezmo, pero puesto que Abrahán lo pagó, él lo pagó igualmente. En la familia espiritual sucede exactamente lo mismo. Lo que hizo Cristo como cabeza de esa nueva familia, lo hicimos nosotros en Él. Era nuestro representante; se hizo carne; se hizo nosotros. No se hizo simplemente un hombre, sino que se hizo carne, y cada uno que hubiera de nacer en su familia estaba representado en Jesucristo cuando Él vivió aquí en la carne. Veis pues que a cualquiera que se una a esa familia, todo cuanto hizo Cristo le es acreditado como habiéndolo hecho en Cristo. Cristo no era un representante ajeno, separado de él, sino que de igual forma en que Leví pagó el diezmo en Abrahán, todo el que naciera posteriormente en la familia espiritual de Cristo, hizo lo que Cristo hizo.

EL NUEVO NACIMIENTO

Ved lo que eso significa, en relación con los sufrimientos vicarios. No es simplemente que Jesucristo viniese del exterior, y viniese a nuestro lugar como lo haría un forastero; sino que uniéndose a nosotros por el nacimiento, toda la humanidad fue reunida en la divina Cabeza, Jesucristo. Él sufrió en la cruz. Por lo tanto, en Jesucristo, fue toda la familia la que fue crucificada. "El amor de Cristo nos apremia, al pensar que si uno murió por todos, luego todos han muerto" (2 Cor. 5:14). Lo que demanda nuestra experiencia es que entremos en el hecho de que fuimos muertos en Él. Pero si bien es cierto que Jesucristo pagó todo el precio, llevó todo pesar, fue la humanidad misma; es igualmente cierto que ningún hombre recibe beneficio de ello, a menos que reciba a Cristo, a menos que nazca de nuevo. Sólo los que nacen dos veces pueden entrar en el reino de Dios. Los que son nacidos en la carne, tienen que volver a nacer; han de nacer del Espíritu, a fin de que lo que Cristo hizo en la carne, pueda serles de beneficio, a fin de poder estar verdaderamente en Él.

La obra de Cristo consiste en otorgarnos el carácter de Dios, y entonces Dios ve a Cristo y al carácter perfecto de Él, en lugar de ver nuestro carácter pecaminoso. En el mismo momento en que nos vaciamos de nosotros mismos, o permitimos a Cristo que nos vacíe del yo y creemos en Jesucristo, recibiéndole como a nuestro Salvador personal, Dios lo ve a Él como realmente a nuestro representante. Entonces no nos ve a nosotros ni a todo nuestro pecado. Ve a Cristo.

NUESTRO REPRESENTANTE EN LAS CORTES CELESTIALES

"Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Tim. 2:5). Hay ahora un hombre en el cielo: Jesucristo hombre, que lleva nuestra naturaleza humana; pero no se trata más de carne de pecado; está glorificada. Habiendo venido aquí y habiendo vivido en carne de pecado, murió; y en lo que murió, al pecado murió; y en lo que vive, vive para Dios (Rom. 6:10). Al morir, se deshizo de la carne de pecado, y resucitó glorificado. Jesucristo vino aquí como nuestro representante. Recorrió el camino que lleva nuevamente al cielo, estando en la familia. Murió al pecado y resucitó glorificado. Vivió como el Hijo del hombre, creció como el Hijo del hombre, ascendió como el Hijo del hombre. Y hoy Jesucristo, nuestro propio hermano –Jesucristo hombre–, está en el cielo, viviendo para interceder por nosotros.

Ha pasado por cada una de nuestras experiencias. ¿Ignora acaso lo que significa la cruz? Fue al cielo por el camino de la cruz, y nos dice: "Ven".

Eso hizo Cristo, al ser hecho carne. Nuestras mentes quedan estupefactas. ¿Qué lenguaje humano puede expresar la obra efectuada a favor nuestro, cuando "el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros"? ¿Cómo podremos expresar lo que Dios nos ha dado? Al darnos a su Hijo, dio el don más precioso del cielo, y lo dio para no volverlo a tomar. Por toda la eternidad el Hijo del hombre llevará en su cuerpo las marcas que hizo el pecado; será por siempre Jesucristo, nuestro Salvador, nuestro Hermano mayor. Eso es lo que Dios ha hecho por nosotros al darnos a su Hijo.

CRISTO, IDENTIFICADO CON NOSOTROS

Esa unión de lo divino con lo humano ha traído a Jesucristo muy cerca de nosotros. No hay nadie tan degradado como para que Jesucristo no pueda estar allí con él. Se identificó completamente con esta familia humana. En el juicio, cuando haya que enfrentarse a las recompensas y castigos, dirá: "En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis". Cristo da a cada miembro de la familia humana la misma consideración que a sí mismo. Cuando sufre la humanidad, Él sufre. Él es humanidad, se ha unido a esta familia. Es nuestra cabeza; y cuando en alguna parte del cuerpo hay un latido de dolor, la Cabeza lo siente. Se ha unido a nosotros, uniéndonos en ello con Dios, puesto que leemos: "La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emmanuel, que significa: Dios con nosotros" (Mat. 1:23).

UNIDAD EN CRISTO

Jesucristo se unió de tal manera con la familia humana, que puede estar con nosotros estando en nosotros, de la misma forma en que Dios estuvo con Él estando en Él. El propósito mismo de su obra fue el poder habitar en nosotros, y hacer que –representando al Padre–, los hijos, el Padre y el Hermano mayor resultasen unidos en Él.

Veamos cuál fue su mente en aquella postrera oración: "Para que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti. Que también ellos sean uno en nosotros". "Yo les di la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí. Que lleguen a ser perfectamente unidos, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los amaste a ellos, así como me amaste a mí. Padre, que aquellos que me has dado, estén conmigo donde yo esté, para que vean mi gloria, la que me has dado. Por cuanto me has amado desde antes de la creación del mundo. Padre justo, aunque el mundo no te ha conocido, yo te he conocido; y ellos han conocido que tú me enviaste. Yo les di a conocer tu Nombre, y seguiré dándolo a conocer". Y las últimas palabras de su oración fueron: "para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos". (Juan 17:21-26). Al ascender, éstas fueron sus últimas palabras dirigidas a sus discípulos: "Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mat. 28:20).
Estando en nosotros, está con nosotros por siempre. Con el fin de hacer eso posible, a fin de poder morar en nosotros, vino y tomó nuestra carne.

Esa es también la forma en la que opera la santidad de Jesús. Él poseía una santidad que le permitió venir y morar en carne pecaminosa, y glorificarla mediante su presencia en ella; y eso es lo que hizo, de manera que al resucitar de los muertos fue glorificado. Su propósito era que, habiendo purificado la carne pecaminosa mediante la morada de su presencia, pudiese venir ahora y purificar la carne pecaminosa en nosotros, y glorificarla en nosotros. "Transformará el cuerpo de nuestra bajeza, para que sea semejante a su cuerpo de gloria, por el poder que tiene de sujetar todas las cosas a sí" (Fil. 3:21). "Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a que fuesen modelados a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos" (Rom. 8:29).

LA ELECCIÓN DE LA GRACIA

Permitidme que os diga que lo anterior encierra todo lo concerniente a la predestinación. Existe una predestinación: se trata de una predestinación del carácter. Hay una elección: es la elección del carácter. Todo el que cree en el Señor Jesucristo, es elegido, y todo el poder de Dios está tras esa elección, a fin de que pueda llevar la imagen de Dios. Llevando esa imagen, está predestinado por toda la eternidad al reino de Cristo. Pero todo el que no lleva la imagen de Dios está predestinado a la muerte. Es una predestinación de Dios en Jesucristo. Cristo provee el carácter, y lo ofrece a todo aquel que cree.

EL CORAZÓN Y VIDA DEL CRISTIANISMO

Entremos en la experiencia de que Dios nos ha dado a Jesucristo para que more en nuestra carne pecaminosa, para obrar en nuestra carne pecaminosa lo que obró cuando estuvo aquí. Vino y vivió aquí para que pudiésemos, mediante Él, reflejar la imagen de Dios. Tal es la esencia misma del cristianismo. Cuanto se oponga a ello, no es cristianismo. "Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad si los espíritus son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que reconoce que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios. Y todo espíritu que no reconoce a Jesús, no es de Dios. Este es del anticristo, que habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo. Hijos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido, porque el que está en vosotros es mayor que el que está en el mundo" (1 Juan 4:1-3). Eso no puede significar simplemente el reconocimiento de que Jesucristo estuvo aquí, y vivió en la carne. Eso, hasta los diablos lo reconocen. Saben que Cristo vino en la carne. La fe que viene del Espíritu de Dios dice: ‘Jesucristo ha venido en mi carne; lo he recibido’. Ese es el corazón y vida del cristianismo.

El problema con el cristianismo de hoy es que Cristo no mora en los corazones de los que profesan su nombre. Para ellos es un forastero; se lo mira de lejos, a modo de ejemplo. Pero es más que un ejemplo para nosotros. Nos dio a conocer cuál es el ideal de Dios para la humanidad, y entonces vino y lo vivió ante nosotros, a fin de que podamos ver en qué consiste llevar la imagen de Dios. Entonces murió y ascendió a su Padre, enviando su Espíritu, su propio representante, para que viviese en nosotros, para que la vida que vivió en la carne, podamos volver a vivirla. Eso es cristianismo.

CRISTO HA DE MORAR EN EL CORAZÓN

No basta con hablar de Cristo y de la belleza de su carácter. El cristianismo sin Cristo morando en el corazón, no es genuino cristianismo. Sólo es un cristiano genuino aquel que tiene a Cristo morando en su corazón, y podemos solamente vivir la vida de Cristo, cuando Él mora en nosotros. Quiere que nos aferremos a la vida y poder del cristianismo. No os sintáis satisfechos con menos que eso. No deis oído a nadie que os lleve por ningún otro camino. "Cristo en vosotros, la esperanza de gloria". Su poder, su presencia morando allí, eso es cristianismo. Eso es lo que necesitamos hoy; y estoy agradecido porque haya corazones que estén anhelando esa experiencia, y que la reconocerán cuando llegue. No hace diferencia alguna cuál pueda ser vuestro nombre, o cuál vuestra denominación. Reconoced a Jesucristo y permitidle que more en vosotros. Siguiéndole a donde os lleve, sabremos en qué consiste la experiencia cristiana, y qué es morar en la luz de su presencia. Os digo que se trata de una verdad sublime. El lenguaje humano es incapaz de expresar mejor lo contenido en estas palabras: "El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros". Esa es nuestra salvación.

El objeto de estas puntualizaciones no es meramente el establecer una línea de pensamiento. Es traer nueva luz a nuestra alma, y expandir nuestros conceptos sobre la palabra de Dios y el don de Dios, a fin de que podamos apreciar su amor por nosotros. Lo necesitamos. Nada menos que eso nos bastará, en vista de lo que tenemos que enfrentar: el mundo, la carne y el diablo. Pero el que está por nosotros es más poderoso que el que está contra nosotros. Tengamos en nuestras vidas diarias a Jesucristo, el "Verbo" que "se hizo carne".

19/12/2008

INTRODUCCIÓN

En el primer versículo del tercer capítulo de Hebreos leemos una exhortación que comprende todo mandato dado al cristiano. Es ésta: "Por lo tanto, hermanos santos, participantes del llamado celestial, considerad al Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos, a Jesús." Hacer esto tal como indica la Biblia, considerar a Cristo continua e inteligentemente tal como él es, lo transformará a uno en un Cristiano perfecto, puesto que "contemplando somos transformados".

Los ministros del Evangelio tienen una autorización inspirada para mantener el tema –Cristo– continuamente ante las personas, y dirigir su atención solamente a él. Pablo dijo a los Corintios: "Me propuse no saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Cor. 2:2), y no hay razón para suponer que esta predicación a los corintios fuese en algún respecto diferente de su predicación a otros. En efecto, afirma que cuando Dios reveló a su Hijo en él, fue para que lo predicara entre los gentiles (Gál. 1:15 y 16); y su gozo consistió en que se le confiriese la gracia de "anunciar entre los gentiles la insondable riqueza de Cristo" (Efe. 3:8).

Pero el hecho de que los apóstoles hicieran de Cristo el centro de toda su predicación no es nuestra única razón para magnificarlo. Su Nombre es el único nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos (Hech. 4:12). Cristo mismo declaró que ningún hombre puede venir al Padre sino por él (Juan 14:6). Dijo a Nicodemo: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna" (Juan 3:14 y 15). Este "levantar" a Jesús, si bien hace referencia primariamente a su crucifixión, abarca más que el mero hecho histórico; significa que Cristo debe ser "levantado" por todos los que crean en él como el Redentor crucificado, cuya gracia y gloria son capaces de suplir toda necesidad humana. Significa que debe ser "levantado" en toda su inmensa hermosura y poder como "Dios con nosotros," para que su atractivo divino pueda entonces llevarnos a él (ver Juan 12:32).

La exhortación a considerar a Jesús, y también la razón para ello, se nos dan en Hebreos 12:1-3: "Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, dejemos todo lo que estorba, y el pecado que tan fácilmente nos enreda, y corramos con perseverancia la carrera que nos es propuesta, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe, quien en vista del gozo que le esperaba, sufrió la cruz, menospreció la vergüenza, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerad, pues a aquel que sufrió tal hostilidad de los pecadores contra sí mismo, para que no os fatiguéis en vuestro ánimo hasta desmayar". Es sólo contemplando a Jesús constantemente y en oración, tal cual está revelado en la Biblia, como no nos fatigaremos de hacer el bien, y no desmayaremos en el camino.

Debiéramos considerar a Jesús, porque en él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col. 2:3). A quien le falte sabiduría, se le invita a pedirla de Dios, quien la da a todos los hombres generosamente y sin escatimar, y la promesa es que se le dará; pero sólo en Cristo es posible obtener la deseada sabiduría. La sabiduría que no procede de Cristo y que por consecuencia no lleva a él, no es más que necedad; porque Dios, como la Fuente de todas las cosas, es el Autor de la sabiduría; la ignorancia sobre Dios es la peor clase de necedad (ver Rom. 1:21 y 22); y todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento están escondidos en Cristo; así que, quien tiene solamente la sabiduría de este mundo, en realidad no sabe nada. Y puesto que todo el poder en el cielo y en la tierra es dado a Cristo, el apóstol Pablo declara de Cristo que es "el poder de Dios, y la sabiduría de Dios" (1 Cor. 1:24).

Hay un texto, sin embargo, que resume brevemente todo lo que Cristo es para el hombre, y provee la razón más abarcante para considerarlo. Es este: "De él viene que vosotros estéis en Cristo Jesús, quien nos fue hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención" (1 Cor. 1:30). Nosotros somos ignorantes, malos y estamos perdidos; Cristo es para nosotros sabiduría, justificación y redención. ¡Qué cambio! De la ignorancia y el pecado a la justificación y la redención. La aspiración o necesidad más elevada del hombre no pueden abarcar más de lo que Cristo –y sólo Cristo- es para nosotros. Esta es una razón suficiente por la que los ojos de todos debieran estar fijos en él.

?CÓMO CONSIDERAREMOS A CRISTO?

¿Cómo debiéramos considerar a Cristo? Tal y como él se reveló a sí mismo al mundo; de acuerdo al testimonio que él dio concerniente a sí mismo. En ese maravilloso discurso registrado en el quinto capítulo de Juan, Jesús dijo: "Porque como el Padre resucita a los muertos, y les da vida; así también el Hijo da vida a los que quiere. Además, el Padre a nadie juzga, sino que confió todo el juicio al Hijo; para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió" (versículos 21-23).

A Cristo se le encomienda la más alta prerrogativa, la de juzgar. Ha de recibir el mismo honor que se le debe a Dios, y por la razón de que es Dios. El discípulo amado da este testimonio: "En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios" (Juan 1:1). El versículo 14 aclara que el Verbo divino no es otro que Jesucristo: "Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre".

El Verbo existía "en el principio". La mente del hombre no puede abarcar las edades que están comprendidas en ese expresión. No le es dado al ser humano el saber cuándo o cómo llegó a ser el Hijo “unigénito”; pero sabemos que era el Verbo divino, no únicamente antes de que viniera a este mundo a morir, sino incluso antes de que el mundo fuera creado. Momentos antes de su crucifixión, oró: "Ahora Padre, glorifícame a tu lado con la gloria que tuve junto a ti antes que el mundo fuera creado". (Juan 17:5). Y más de setecientos años antes de su primer advenimiento, su venida fue predicha por la palabra inspirada: "Pero tú Belén Efrata, pequeña entre los millares de Judá, de ti saldrá el que será Señor en Israel. Sus orígenes son desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miqueas 5:2). Sabemos que Cristo "de Dios ha salido, y ha venido" (Juan 8:42), pero fue tan atrás en las edades de la eternidad como para estar más allá del alcance de la mente del hombre.

?ES CRISTO DIOS?

A Cristo se le llama Dios en muchos lugares de la Biblia. Declara el Salmista: "El Dios de dioses, el Eterno Jehová, habla, y convoca la tierra desde el nacimiento del sol hasta donde se pone. Desde Sión, dechado de hermosura, resplandece Dios. Vendrá nuestro Dios, y no callará. Fuego consumirá delante de él, y una poderosa tempestad lo rodeará. Convocará a los altos cielos, y la tierra, para juzgar a su pueblo. Juntadme a mis fieles, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio. Y los cielos anunciarán su justicia, porque Dios mismo es el juez" (Sal. 50:1-6).

Se puede constatar que este pasaje hace referencia a Cristo: (1) por el hecho ya considerado de que todo el juicio se le encomendó al Hijo; y (2) por el hecho de que es en la segunda venida de Cristo cuando manda a sus ángeles para que recojan a sus escogidos de los cuatro vientos (Mat. 24:31). "Vendrá nuestro Dios y no callará". No lo hará. Al contrario: cuando el Señor mismo descienda del cielo, será "con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios" (1 Tes. 4:16). Esta aclamación será la voz del Hijo de Dios, que será oída por todos aquellos que están en el sepulcro, haciéndoles salir de él (Juan 5:28 y 29). Juntamente con los justos vivos, serán llevados a encontrar al Señor en el aire para estar siempre con él; y eso constituirá "nuestra reunión con él" (2 Tes. 2:1). Comparar con Sal. 50:5; Mat. 24:31 y 1 Tes. 4:16.

"Fuego consumirá delante de él, y una poderosa tempestad lo rodeará;" porque cuando el Señor Jesús se manifieste desde el cielo con sus ángeles poderosos, lo hará "en llama de fuego, para dar la retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo" (2 Tes. 1:8). Por eso sabemos que el Salmo 50:1-6 es una descripción vívida de la segunda venida de Cristo para la salvación de su pueblo. Cuando él venga, será como "Dios poderoso". Comparar con Habacuc 3.

Uno de los títulos legítimos de Cristo es "Dios poderoso". Mucho antes del primer advenimiento de Cristo, el profeta Isaías habló estas palabras para confortar a Israel: "Porque un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el gobierno estará sobre su hombro. Será llamado Maravilloso, Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz" (Isa. 9:6).

Estas no son simplemente palabras de Isaías, sino del Espíritu de Dios. Dios, en alusión directa al Hijo, lo llama por el mismo título. En el Salmo 45:6 leemos estas palabras: "Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre. Cetro de justicia es el cetro de tu reino." El lector casual pudiera tomar esto como la simple alabanza del Salmista; pero en el Nuevo Testamento encontramos que es mucho más que eso. Vemos que es Dios el Padre quien habla, y que se está refiriendo al Hijo. Y lo llama Dios (Heb. 1:1-8).

Ese nombre no le fue dado a Cristo como consecuencia de algún gran logro, sino que es suyo por derecho de herencia. Hablando del poder y la grandeza de Cristo, el escritor de Hebreos dice que es hecho tanto mejor que los ángeles, porque "el Nombre que heredó es más sublime que el de ellos" (Heb. 1:4). Un hijo toma legítimamente el nombre del padre; y Cristo, como "el unigénito Hijo de Dios", tiene legítimamente el mismo nombre. Un hijo también es en mayor o menor grado una reproducción del padre; hasta cierto punto tiene los rasgos y características personales de su padre; no perfectamente, porque no hay reproducción perfecta entre los humanos. Pero no hay imperfección en Dios, ni en ninguna de sus obras; de forma que Cristo es la "imagen expresa" de la persona del Padre (Heb. 1:3). Como Hijo del Dios que tiene existencia propia, tiene por naturaleza todos los atributos de la Deidad.

Es cierto que hay muchos hijos de Dios, pero Cristo es el "Unigénito Hijo de Dios" y por lo tanto, es el Hijo de Dios en un sentido en el que ningún otro lo ha sido, ni lo pudiera ser nunca. Los ángeles son hijos de Dios, como lo fue Adán por creación (Job 38:7; Lucas 3:38); los cristianos son hijos de Dios por adopción (Rom. 8:14 y 15); pero Cristo es el Hijo de Dios por nacimiento. El escritor de la epístola a los Hebreos muestra además que la posición del Hijo de Dios no es una a la que Cristo ha sido elevado, sino que la posee por derecho. Dice que Moisés fue fiel en toda la casa de Dios, como un siervo, "y Cristo, como hijo, es fiel sobre la casa de Dios" (Heb. 3:6). Y también afirma que Cristo es el Constructor de la casa (vers. 3). Es él quien construye el templo del Señor, y lleva la gloria (Zac. 6:12 y 13).

El propio Cristo enseñó de la forma más enfática que él es Dios. Cuando el joven rico le preguntó: "Maestro Bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?" Jesús, antes de contestar a la pregunta, le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? No hay sino Uno solo bueno, esto es, Dios" (Mar. 10:17 y 18). ¿Qué quiso decir Jesús con estas palabras? ¿Quiso desmentir el epíteto que el joven rico le dedicó? ¿Pretendió insinuar que él no era realmente bueno? ¿Fue un mero despliegue de modestia? De ninguna manera, porque Cristo era absolutamente bueno. A los Judíos, quienes constantemente lo observaban para descubrir algún punto en donde poder acusarlo, les dijo audazmente: "¿Quién de vosotros me halla culpable de pecado?" (Juan 8:46). En toda la nación Judía no se encontraba un solo hombre que lo hubiera visto hacer algo o pronunciar una palabra que tuviera siquiera la apariencia de maldad; y aquellos que estaban determinados a condenarlo, solo pudieron hacerlo empleando testigos falsos contra él. Pedro afirma que "no cometió pecado, ni fue hallado engaño en su boca" (1 Ped. 2:22). Pablo declara que "no conoció pecado" (2 Cor. 5:21). El Salmista dice: "Él es mi roca, y en él no hay injusticia" (Sal. 92:15). Y Juan dice: "Vosotros sabéis que Cristo apareció para quitar nuestros pecados. Y en él no hay pecado" (1 Juan 3:5).

Cristo no puede negarse a sí mismo, por lo tanto, no pudo decir que no era bueno. Es y era absolutamente bueno: la perfección de la bondad. Y siendo que no hay ninguno bueno sino Dios, dado que Cristo es bueno, se deduce que Cristo es Dios, y eso es precisamente lo que se propuso mostrar al joven rico.

Eso fue también lo que enseñó a sus discípulos. Cuando Felipe le dijo a Jesús, "Muéstranos el Padre y nos basta", Jesús le dijo: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices muéstranos al Padre?" (Juan 14:8 y 9). Esto tiene la misma contundencia que la declaración: "Yo y el Padre somos uno" (Juan 10:30). Tan completamente era Cristo Dios, incluso estando todavía aquí entre los hombres, que cuando le pidieron que mostrara al Padre, le bastó con decir, 'miradme a mí'. Y eso trae a la mente aquella frase con la que el Padre introduce al Unigénito: "Adórenle todos los ángeles de Dios" (Heb. 1:6). Cristo era digno de homenaje, no sólo cuando estaba compartiendo la gloria con el Padre antes que el mundo fuera; cuando se hizo un bebé en Belén, también entonces se ordenó a todos los ángeles de Dios que lo adoraran.

Los Judíos no malinterpretaron la enseñanza de Cristo acerca de sí mismo. Cuando afirmó que era uno con el Padre, los Judíos tomaron piedras par apedrearlo; y cuando les preguntó por cuál de sus buenas obras lo querían apedrear, contestaron: "No queremos apedrearte por buena obra, sino por la blasfemia; porque tú siendo hombre, te haces Dios" (Juan 10:33). Si él hubiera sido lo que ellos consideraban -un simple hombre-, sus palabras hubieran sido en verdad blasfemia. Pero era Dios.

El objetivo de Cristo al venir a la tierra fue el de revelar a Dios a los hombres para que pudiesen venir a él. Por eso dice el apóstol Pablo que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo" (2 Cor. 5:19); y en Juan leemos que el Verbo, que era Dios, se "hizo carne" (Juan 1:1 y 14). En el mismo contexto, se especifica: "A Dios nadie lo vio jamás. El Hijo único, que es Dios, que está en el seno del Padre, él lo dio a conocer" (Juan 1:18).

Observemos la expresión: "El Hijo único, que está en el seno del Padre". Tiene allí su morada, y está allí como parte de la Divinidad, tan ciertamente cuando estaba en la tierra como estando en el cielo. El uso del tiempo presente implica existencia continua. Presenta la misma idea que encierra la declaración de Jesús a los Judíos (Juan 8:58): "Antes que Abraham existiera, yo soy". Y eso demuestra una vez más su identidad con Aquel que se le apareció a Moisés en la zarza ardiendo, quien declaró su nombre en los términos: "YO SOY EL QUE SOY".

Finalmente, tenemos las palabras inspiradas del apóstol Pablo concernientes a Jesucristo: "Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud" (Col. 1:19). En el siguiente capítulo se nos dice en qué consiste esa plenitud que habita en él: "En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad" (Col. 2:9). Ese es el testimonio más absoluto e inequívoco del hecho de que Cristo posee por naturaleza todos los atributos de la Divinidad.

CRISTO COMO CREADOR

Inmediatamente a continuación del tan conocido versículo que dice que Cristo, el Verbo, es Dios, leemos que "Todas las cosas fueron hechas por él. Y nada de cuanto existe fue hecho sin él" (Juan 1:3). Ningún comentario puede hacer esta declaración más clara de lo que ya es, por lo tanto pasamos a las palabras de Heb. 1:1-4: "Dios ... en estos últimos días nos habló por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien hizo todos los mundos. El Hijo es el resplandor de su gloria, la misma imagen de su ser real, el que sostiene todas las cosas con su poderosa Palabra. Después de efectuar la purificación de nuestros pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas. El Hijo llegó a ser tanto más excelente que los ángeles, así como el Nombre que heredó es más sublime que el de ellos".

Aun más enfáticas si cabe, son las palabras del apóstol Pablo a los Colosenses. Hablando de Cristo como el único por quien tenemos redención, lo describe como el que "es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación. Por él fueron creadas todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados o autoridades. Todo fue creado por medio de él y para él. Porque Cristo existía antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en él" (Col. 1:15-17).

Este maravilloso texto debiera ser objeto de cuidadoso estudio y constante contemplación. No deja ni una sola cosa en el universo que Cristo no haya creado. Él lo hizo todo en el cielo y en la tierra; Hizo todo lo que puede ser visto, y todo lo que no puede verse; los tronos y los dominios, los principados y los poderes en el cielo, todos dependen de él para la existencia. Y siendo que él es antes de todas las cosas, y que es Creador de las mismas, por él subsisten -se sostienen- todas las cosas. Eso es equivalente a lo escrito en Hebreos 1:3, de que él sostiene todas las cosas por su poderosa palabra. Fue por la palabra como fueron hechos los cielos; y esa misma palabra los sostiene en su lugar y los guarda de la destrucción.

De ninguna manera podemos omitir en este contexto Isaías 40:25 y 26: "¿A qué, pues, me asemejaréis o me compararéis? pregunta el Santo. Levantad en alto vuestros ojos, y mirad. ¿Quién creó estas cosas? Aquel que saca su ejército de estrellas, llama a cada una por su nombre. Tan grande es su poder y su fuerza, que ninguna faltará". O, como lo presenta más enfáticamente la traducción Judía: "de Aquel que es grande en fuerza y fuerte en poder, nadie escapa". Que Cristo es el Santo que llama al ejército de los cielos por nombre y lo mantiene en su lugar, es evidente por otras porciones del mismo capítulo. Él es de quien fue dicho con anterioridad, "Preparad en el desierto el camino al Eterno, enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios". Él es el que viene con brazo poderoso, trayendo consigo su recompensa; el que, como un pastor, alimenta su rebaño, llevando a las ovejas en su seno.

Baste una declaración más a propósito de Cristo como Creador. Se trata del testimonio del propio Padre. En el primer capítulo de Hebreos leemos que Dios nos habló por su Hijo; dice de él: "Adórenlo todos los ángeles de Dios". De los ángeles dice: "hace a sus ángeles espíritus, y a sus ministros llamas de fuego", pero al Hijo le dice: "Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de equidad el cetro de tu reino"; y Dios [Padre] dice más: "Tú, oh Señor, en el principio pusiste los cimientos de la tierra, y los cielos son obras de tus manos" (Heb. 1:8-10). Aquí encontramos al Padre refiriéndose al Hijo como Dios, y diciéndole: 'tú pusiste los cimientos de la tierra; y los cielos son la obra de tus manos'. Cuando el Padre mismo le reconoce ese honor al Hijo, ¿quién es el hombre para negárselo? Con lo anterior podemos concluir el testimonio concerniente a la divinidad de Cristo, y al hecho de que él es el Creador de todas las cosas.

Una palabra de precaución es aquí oportuna. No imagine nadie que podemos exaltar a Cristo en detrimento del Padre, o que podemos con ello menospreciar al Padre. Eso es imposible, puesto que uno sólo es el interés de ambos. Honramos al Padre al honrar al Hijo. Tenemos presentes las palabras de Pablo: "para nosotros hay un solo Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas, y para quien nosotros vivimos; y un Señor Jesucristo, por medio de quien son todas las cosas, y por medio de quien vivimos" (1 Cor. 8:6); tal como ya hemos dicho, fue por él como Dios hizo los mundos. Todas las cosas proceden finalmente de Dios Padre; aun Jesucristo mismo procedió y salió del Padre; pero agradó al Padre que en él habitase toda la plenitud, y que él fuera el Agente directo e inmediato en todo acto de la creación. Nuestro objetivo en este estudio es mostrar la posición precisa de igualdad con el Padre, para que su poder para redimir sea mejor apreciado.

?ES CRISTO UN SER CREADO?

Antes de pasar a algunas de las lecciones prácticas que encierran estas verdades, debemos detenernos por unos momentos en una opinión que es sostenida sinceramente por muchos que jamás querrían deshonrar a Cristo voluntariamente, pero que, mediante dicha concepción niegan de hecho su divinidad. Es la idea de que Cristo es un ser creado, quien, mediante una especial bendición de Dios, fue elevado a su exaltada posición actual. Nadie que comparta esa opinión puede tener una idea justa de la exaltada posición que Cristo ocupa realmente.

La opinión en cuestión está basada en una comprensión errónea de un texto, el de Apocalipsis 3:14: "Escribe al ángel de la iglesia de Laodicea: Así dice el Amén, el Testigo Fiel y Verdadero, el origen de la creación de Dios". El pasaje se interpreta equivocadamente pretendiendo que Cristo es el primer ser que Dios creó; que la obra de la creación de Dios empezó con él. Pero esa opinión se opone a la Escritura que declara que Cristo mismo creó todas las cosas. Decir que Dios empezó su obra de creación creando a Cristo, es dejar a Cristo completamente fuera de la obra de la creación.

La palabra traducida "origen" es argo, significando "cabeza" o "jefe." Forma parte del nombre del gobernante griego Arson, de la palabra Arzobispo y de la palabra arcángel. Veamos esta última palabra: Cristo es el Arcángel, según Judas 9; 1 Tes. 4:16; Juan 5:28 y 29; y Dan. 10:21. Eso no quiere decir que él es el primero de los ángeles, puesto que no es un ángel, sino que está sobre todos ellos (Heb. 1:4). Significa que es el jefe o príncipe de los ángeles, tal como un arzobispo es la cabeza de los obispos. Cristo es el comandante de los ángeles (Apoc. 19:11-14). Él creó a los ángeles (Col. 1:16). Así que la declaración de que él es el comienzo o cabeza de la creación de Dios, significa que en él tuvo sus comienzos la creación; que, como él mismo afirma, es el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Primero y el Último (Apoc. 21:6; 22:13). Es la fuente en donde todas las cosas tienen su origen.

Jamás debiéramos suponer que Cristo es una criatura, debido a que Pablo lo llama (Col. 1:15) "el Primogénito de toda la creación"; porque los mismos versículos siguientes lo muestran como al Creador, y no la criatura. "Por él fueron creadas todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados o autoridades. Todo fue creado por medio de él y para él. Porque Cristo existía antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en él". Ahora, si él creó todo lo que fue creado, y existió antes de todas las cosas creadas, es evidente que él mismo no forma parte de las cosas creadas. Está por encima de toda la creación y no es una parte de ella.

Las Escrituras declaran que Cristo es "el unigénito Hijo de Dios". Es “unigénito” -o engendrado-; no creado. En referencia a cuándo, no nos corresponde a nosotros el inquirir, ni podrían nuestras mentes comprenderlo aun si se nos explicara. El profeta Miqueas nos dice todo cuanto podemos saber acerca de ello en estas palabras: "Pero tú Belén Efrata, pequeña entre los millares de Judá, de ti saldrá el que será Señor en Israel. Sus orígenes son desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miqueas 5:2). Hubo un tiempo cuando Cristo procedió y vino de Dios, del seno del Padre (Juan 8:42; 1:18), pero fue tan atrás en los días de la eternidad que para el entendimiento finito significa sin comienzo.

El hecho es que Cristo es el único Hijo de Dios, y no un ser creado. Posee por herencia un nombre más sublime que el de los ángeles; "Cristo, como hijo, es fiel sobre la casa de Dios" (Heb. 1:4; 3:6). Y puesto que es el único Hijo de Dios, es la misma sustancia y naturaleza de Dios y posee de forma innata todos los atributos de Dios; porque al Padre agradó que su Hijo fuese la imagen expresa de su Persona, el resplandor de su gloria, y lleno con la plenitud de la divinidad. Por consiguiente, tiene "vida en sí mismo"; posee la inmortalidad por derecho propio, y puede conferirla a otros. La vida es en él inherente, así que no puede serle arrebatada; ahora bien, habiéndola entregado voluntariamente, la puede volver a tomar. Estas son sus palabras: "Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo la doy de mí mismo. Tengo poder para darla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandato recibí de mi Padre" (Juan 10:17 y 18).

Si alguien vuelve a entregarse a la antigua cavilación de cómo es posible que Cristo sea inmortal y sin embargo muriese, solo tenemos que decirle que no sabemos. No pretendemos comprenderlo todo sobre lo infinito. No podemos entender cómo Cristo pudo ser Dios en el principio, compartiendo la misma gloria con el Padre, antes de que el mundo fuera, y sin embargo nacer como un bebé en Belén. El misterio de la crucifixión y la resurrección no es sino el misterio de la encarnación. No podemos entender cómo Cristo puede ser Dios, y sin embargo hacerse hombre por nuestro bien. No podemos entender cómo pudo crear el mundo de la nada, ni cómo puede resucitar a los muertos, ni siquiera la manera en la que obra por su Espíritu en nuestros corazones; sin embargo creemos y reconocemos esas cosas. Debiera ser suficiente para nosotros aceptar como verdad aquello que Dios ha revelado, sin tropezar sobre cosas que ni siquiera la mente de un ángel puede comprender. Por lo tanto, nos deleitamos en el poder infinito y la gloria que las Escrituras declaran que Cristo posee, sin inquietar nuestra mente finita en vanos intentos por explicar lo infinito.

Finalmente, sabemos de la unidad Divina entre el Padre y el Hijo por el hecho de que los dos tienen el mismo Espíritu. Pablo, después de decir que aquellos que están en la carne no pueden agradar a Dios, continúa así: "Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él" (Rom. 8:9). Aquí vemos que el Espíritu Santo es tanto el Espíritu de Dios como el Espíritu de Cristo. Cristo "está en el seno del Padre". Siendo por naturaleza de la misma sustancia de Dios y teniendo vida en sí mismo, es llamado con toda propiedad Jehová, Aquel que existe por sí mismo, y así se lo describe en Jeremías 23:5 y 6, donde leemos que el Renuevo justo ejecutará juicio y justicia en la tierra, y lo llamarán por el nombre de Jehová -tsidekenu –JEHOVÁ, JUSTICIA NUESTRA.

Por lo tanto, que nadie que pretenda honrar a Cristo le dé menos honor del que da al Padre, pues esto sería deshonrar al Padre en la precisa medida de esa deficiencia. Que todos, junto a los ángeles del cielo, adoren al Hijo, sin miedo de estar adorando y sirviendo a la criatura en lugar de al Creador.

Y ahora, mientras la verdad de la divinidad de Cristo permanece fresca en nuestras mentes, detengámonos a considerar la maravillosa historia de su humillación.

DIOS MANIFESTADO EN CARNE

"Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros" (Juan 1:14).

No existen palabras que puedan mostrar más claramente que Cristo es tanto Dios como hombre. Originalmente sólo divino; tomó sobre sí la naturaleza humana, y pasó por entre los hombres como un mortal común, excepto en esos momentos en los que su divinidad fulguró, como en ocasión de la purificación del templo, o cuando sus penetrantes palabras de verdad irrebatible forzaban aun a sus enemigos a confesar que "nunca hombre habló como este hombre".

En su epístola a los Filipenses Pablo expresó así la humillación a la que Cristo se sometió voluntariamente: "Haya en vosotros el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús. Quien aunque era de condición divina, no quiso aferrarse a su igualdad con Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomó la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Y al tomar la condición de hombre, se humilló a sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil. 2:5-8).

La idea es que, aunque Cristo era en la forma de Dios, siendo "el resplandor de su gloria, la misma imagen de su ser real" (Heb. 1:3), teniendo todos los atributos de Dios, siendo el Rey del universo, y Aquel a quien todo el cielo se deleitaba en honrar, él no pensó que ninguna de estas cosas fuesen deseables mientras los hombres estaban perdidos y sin fuerza. Él no podía gozar de su gloria mientras el hombre estuviese condenado y sin esperanza. Así que se despojó de sí mismo, se despojó de todas sus riquezas y gloria, y tomó sobre sí la naturaleza del hombre, a fin de poder redimirlo. Y así podemos armonizar la unidad de Cristo con el Padre, con la declaración, "Mi Padre es mayor que Yo" (Juan 14:28).

Es imposible para nosotros entender cómo pudo Cristo, como Dios, humillarse a sí mismo hasta la muerte de cruz, y es peor que inútil el que especulemos al respecto. Todo cuanto podemos hacer es aceptar los hechos tal como la Biblia los presenta. Si el lector encuentra difícil armonizar algunas de las declaraciones de la Biblia concernientes a la naturaleza de Cristo, recuerde que sería imposible expresarlo en términos que permitieran a las mentes finitas comprenderlo todo. Así como el injerto de los Gentiles a la raíz de Israel es contrario a la naturaleza, tanto más la Divinidad es una paradoja para la comprensión humana.

Citaremos otros textos que nos llevarán más de cerca a la humanidad de Cristo, y a lo que ésta significa para nosotros. Ya hemos leído que "el Verbo se hizo carne", y ahora leeremos lo que dice Pablo concerniente a la naturaleza de esa carne: "Porque lo que era imposible a la Ley, por cuanto era débil por la carne; Dios, al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado, y como sacrificio por el pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia que quiere la Ley se cumpla en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu" (Rom. 8:3 y 4).

Poco será necesario reflexionar para comprender que si Cristo tomó sobre sí mismo la semejanza de hombre a fin de poder redimir al hombre, tuvo que ser el hombre pecaminoso al que debió ser hecho semejante, puesto que es al hombre pecaminoso a quien vino a redimir. La muerte no podía tener poder sobre un hombre inmaculado, como lo fue Adán en el Edén; y no hubiese podido tener ningún poder sobre Cristo si el Señor no hubiera puesto en él la iniquidad de todos nosotros. Más aun, el hecho de que Cristo tomó sobre sí la carne, no de un ser inmaculado, sino de uno pecaminoso, esto es, que la carne que él asumió tenía todas las debilidades y tendencias pecaminosas a las cuales la naturaleza humana caída está sujeta, se ve por la declaración de que "fue hecho de la simiente de David según la carne". David tenía todas las pasiones de la naturaleza humana. David dice de sí mismo: "En maldad nací yo; y en pecado me concibió mi madre" (Sal. 51:5).

La siguiente declaración, en el libro de Hebreos, es muy clara a ese respecto:
"Porque de cierto, no vino para ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. Por eso, debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser compasivo y fiel Sumo Sacerdote ante Dios, para expiar los pecados del pueblo. Y como él mismo padeció al ser tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:16-18).

Si fue hecho en todas las cosas semejante a sus hermanos, entonces tuvo que sufrir todas las debilidades y estar expuesto a todas las tentaciones de sus hermanos. Otros dos textos muestran este punto claramente, proveyendo abundante evidencia al respecto. Primeramente veremos 2ª de Corintios 5:21:
"Al que no tenía pecado [Jesús], Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros seamos hechos justicia de Dios en él"

Eso es aun más categórico que declarar que fue hecho "en semejanza de carne de pecado". Fue hecho pecado. Nos encontramos ante el mismo misterio que el de la muerte del Hijo de Dios. El Cordero inmaculado de Dios, que no tenía pecado, fue hecho pecado. Sin pecado; sin embargo, no solamente contado como pecador, sino en realidad tomando sobre sí la naturaleza pecaminosa. Él fue hecho pecado para que nosotros seamos hechos justicia. Así, Pablo dice a los Gálatas que "Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos" (Gál. 4:4 y 5).

"Y como él mismo padeció al ser tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados". "Porque no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de simpatizar con nuestras debilidades; sino al contrario, fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, con segura confianza al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Heb. 2:18; 4:15 y 16).

Un punto más, y podremos aprender la lección completa en relación con el hecho de que "el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros". ¿Cómo es que Cristo pudo estar "rodeado de flaqueza" (Heb. 5:2) y sin embargo no cometer pecado? Algunos han pensado, por lo leído hasta aquí, que rebajamos el carácter de Jesús, por denigrarlo hasta al nivel del hombre pecaminoso. Al contrario, estamos precisamente exaltando el poder divino de nuestro bendito Salvador, quien descendió voluntariamente al nivel del hombre pecaminoso, para que pudiera exaltar al hombre a su propia pureza inmaculada, la cual retuvo bajo las circunstancias más adversas. Su humanidad solamente veló su naturaleza divina, por la cual estaba conectado inseparablemente con el Dios invisible, y que fue más que capaz de resistir exitosamente la debilidad de la carne. Hubo en toda su vida una lucha. La carne, afectada por el enemigo de toda justicia, tendía a pecar, sin embargo su naturaleza divina nunca albergó, ni por un momento, un mal deseo, ni vaciló jamás su poder divino. Habiendo sufrido en la carne todo lo que la humanidad pueda jamás sufrir, regresó al trono del Padre tan inmaculado como cuando dejó las cortes de gloria. Cuando descendió a la tumba bajo el poder de la muerte, no pudo ser retenido por ella, porque "no tenía pecado".

Pero alguien dirá: 'No encuentro consuelo en eso. Dispongo ciertamente de un ejemplo, pero no puedo seguirlo, ya que carezco del poder que Cristo tuvo. Él fue Dios aun mientras estaba aquí en la tierra; yo no soy más que un hombre'. –Sí, pero puedes tener el mismo poder que él tuvo, si así lo deseas. Él estuvo "rodeado de flaqueza", sin embargo "no hizo pecado" por el poder Divino habitando constantemente en él. Ahora escucha las inspiradas palabras del apóstol Pablo, y ve lo que es tu privilegio obtener:

"Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda la familia de los cielos y de la tierra, que os dé, conforme a la riqueza de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu. Que habite Cristo por la fe en vuestro corazón, para que, arraigados y fundados en amor, podáis comprender bien con todos los santos, la anchura y la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo, y conocer ese amor que supera a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios" (Efe. 3:14-19).
¿Se puede pedir más? Cristo, en quien habita toda la plenitud de Dios, puede habitar en nuestros corazones, para que nosotros podamos ser colmados de toda la plenitud de Dios. ¡Qué promesa más maravillosa! Él puede "simpatizar con nuestras debilidades." Habiendo sufrido todo lo que hereda la carne pecaminosa, lo conoce todo, y tan de cerca se identifica con sus hijos, que cualquier cosa que pese sobre ellos, recae igualmente sobre él, y él sabe cuánto poder Divino es necesario para resistirlo; y si anhelamos sinceramente negar "la impiedad y los deseos mundanos", él es poderoso, y está deseoso por darnos la fortaleza "para hacer infinitamente más que todo cuanto pedimos o entendemos". Todo el poder que Cristo tenía habitando en él por naturaleza, podemos tenerlo habitando en nosotros por gracia, ya que nos la otorga sin precio y sin medida.

Por lo tanto, cobre ánimo toda alma cansada, débil y oprimida por el pecado. Acérquese "con segura confianza al trono de la gracia", donde puede estar seguro de encontrar gracia auxiliadora para la hora de la necesidad, porque esa necesidad es sentida por nuestro Salvador en esa misma hora. Le conmueve "el sentimiento de nuestra flaqueza". Si fuera simplemente que Cristo sufrió mil ochocientos años atrás, podríamos temer que haya olvidado algo relativo a la flaqueza; pero no: la misma tentación que te oprime a ti le conmueve a él. Sus heridas están siempre frescas, y vive siempre para interceder por ti.

¡Qué maravillosas posibilidades hay para el cristiano! ¡Qué alturas de santidad puede obtener! No importa cuánto pueda guerrear contra él Satanás, asaltándolo donde la carne es más débil. Siempre puede habitar bajo la sombra del Omnipotente, y ser lleno con la plenitud del poder de Dios. El que es más fuerte que Satanás puede vivir en su corazón ininterrumpidamente; y por lo tanto, observando los asaltos de Satanás como desde una gran fortaleza, puede decir: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Fil. 4:13).

IMPORTANTES LECCIONES PRÁTICAS

No es tan solo a título de teoría interesante, o de simple dogma, que debiéramos considerar a Cristo como Dios y Creador. Toda doctrina de la Biblia es para nuestro beneficio práctico, y con ese propósito se la debiera estudiar.

Veamos primero qué relación guarda esta doctrina con el mandamiento central de la ley de Dios. En Génesis 2:1-3 leemos estas palabras, a modo de clausura del relato de la creación: "Así quedaron acabados los cielos y la tierra, y todas sus criaturas. Y acabó Dios en el séptimo día la obra que hizo, y reposó en el séptimo día de todo lo que había hecho en la creación. Y Dios bendijo al séptimo día, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación". La versión Judea (Jewish) expresa más literalmente el texto: "Así fueron acabados los cielos y la tierra, y todas sus criaturas. Y Dios terminó en el séptimo día su obra que había hecho", etc. Es precisamente lo que encontramos en el cuarto mandamiento (Éx. 20:8-11).
Vemos pues -y es muy lógico-, que el mismo Ser que creó, descansó. El que obró seis días creando la tierra, descansó en el séptimo, lo bendijo y lo santificó. Pero ya hemos visto que Dios Padre creó los mundos por su Hijo Jesucristo, y que Cristo creó todo lo que existe. Por lo tanto, es inevitable concluir que Cristo descansó en ese primer séptimo día, al final de los seis días de la creación, y que lo bendijo y santificó. Por lo tanto, el séptimo día -el Sábado- es con toda propiedad el día del Señor. Cuando Jesús dijo a los Fariseos murmuradores: "Porque el Hijo del Hombre es Señor del sábado" (Mat. 12:8), declaró su señorío sobre el mismo día que ellos tan escrupulosamente observaban en la forma; e hizo esto con palabras que muestran que él lo consideraba como su insignia de autoridad, como demostrando el hecho de que él era mayor que el templo. Por lo tanto, el séptimo día es el memorial divinamente señalado de la creación. Es el más honrado de todos los días, puesto que su misión especial es traer a la mente el poder creativo de Dios, que es la prueba de su divinidad para el hombre. Y así, cuando Cristo dijo que el Hijo del Hombre es Señor aun del sábado, señaló un hecho sublime: -nada menos que el de ser el Creador, siendo el sábado un recordatorio de su divinidad.

¿Qué debemos decir, entonces, a la sugerencia hecha a menudo de que Cristo cambió el día del sábado, de un día que conmemora la terminación de la creación a un día que carece de tal significación? Sencillamente esto, que cambiar o abolir el sábado equivaldría a destruir aquello que trae a la mente su divinidad. Si Cristo hubiera abolido el sábado, hubiera deshecho la obra de sus propias manos, y por lo tanto hubiera obrado en contra de sí mismo; y un reino dividido contra sí no puede permanecer. Pero Cristo "no se puede negar a sí mismo", y en consecuencia no cambió ni una jota de aquello que él mismo estableció, y que al testificar de su divinidad lo declara ser digno del honor que merece, por encima de todos los dioses de los paganos. Hubiera sido tan imposible para Cristo el cambiar el sábado, como hubiera sido cambiar el hecho de que él creó todas las cosas en seis días, y descansó en el séptimo.

Una vez más, las declaraciones tantas veces repetidas de que el Señor es el Creador, tienen el propósito de ser fuente de fortaleza. Observa cómo están relacionadas la creación y la redención en el primer capítulo de Colosenses.

Para entenderlo leeremos los versículos 9 al 19:
"Por eso también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros y pedir que seáis llenos del cabal conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual; para que andéis como es digno del Señor, a fin de agradarle en todo, para que fructifiquéis en toda buena obra, y crezcáis en el conocimiento de Dios. Fortaleceos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para que tengáis paciencia y longanimidad; y con gozo deis gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz. Él nos libró de la potestad de las tinieblas y nos trasladó al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados. Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación. Por él fueron creadas todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados o autoridades. Todo fue creado por medio de él y para él. Porque Cristo existía antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en él. Él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de los muertos, para que en todo tenga la preeminencia. Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud".

No es por casualidad que la maravillosa declaración relativa a Cristo como Creador se encuentra ligada a la declaración de que en él tenemos redención. Cuando el apóstol expresa su deseo de que seamos fortalecidos "con todo poder, conforme a la potencia de su gloria", nos proporciona instrucción acerca de ese glorioso poder.

Cuando nos habla acerca de la liberación de la potestad de las tinieblas, nos dirige hacia el poder del Libertador. Es para nuestro consuelo que se afirma que la cabeza de la iglesia es el Creador de todas las cosas. Se nos informa que él sostiene todas las cosas por la palabra de su poder (Heb. 1:3), para que descansemos en la seguridad de que el brazo que sostiene a toda la naturaleza es poderoso para cuidar de sus hijos.

Observemos la relación con Isaías 40:26. El capítulo presenta la sabiduría y poder maravillosos de Cristo, al llamar a todas las criaturas por sus nombres y al mantenerlos a todos en su integridad por su excelsa grandeza y por la fuerza de su poder, pera preguntar a continuación: "¿Por qué dices, oh Jacob, y hablas tú, Israel: Mi camino está encubierto al Eterno, y mi derecho pasa inadvertido a mi Dios? ¿No has sabido? ¿No has oído? El Señor es el Dios eterno, el Creador de los fines de la tierra. No se cansa ni se fatiga, y su entendimiento es insondable".
Efectivamente, "Él da vigor al cansado, y aumenta la fuerza del impotente". Su poder es, de hecho, la capacidad para crear todo a partir de la nada; por lo tanto, puede obrar maravillas en favor de aquellos que carecen de fortaleza. Puede sacar fuerzas de debilidad. Es pues seguro que todo aquello que mantenga vivo ante la mente el poder de Cristo tendrá por efecto la renovación de nuestra fuerza y ánimo espiritual.

Ese es precisamente el propósito del sábado. Lee el salmo noventa y dos, que es un salmo dedicado al sábado. Así rezan los primeros cuatro versículos:
"Bueno es alabarte, oh Eterno, y cantar salmos a tu nombre, oh Altísimo. Anunciar tu amor por la mañana, y tu fidelidad cada noche, al son del decacordio y el salterio, en tono suave con el arpa. Oh Eterno, por cuanto me has alegrado con tus obras, en las obras de tus manos me gozo".

¿Qué tiene esto que ver con el sábado? Está claro: El sábado es el memorial de la creación. Dice el Señor: "Les di también mis sábados, para que fuesen una señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Eterno que los santifico" (Eze. 20:12). El Salmista guardó el sábado como Dios quiso que se guardara -meditando acerca de la creación y el maravilloso poder y bondad de Dios en ella exhibidos. Y después, reflexionando sobre ello, se dio cuenta de que el Dios que viste los lirios con una gloria que sobrepasa a la de Salomón, se preocupa aún mucho más por sus criaturas inteligentes; y al mirar a los cielos, que muestran el poder y la gloria de Dios, y darse cuenta que fueron traídos a la existencia a partir de la nada, le vino el pensamiento alentador de que ese mismo poder obraría en él para liberarlo de su flaqueza humana. Por lo tanto, halló el gozo y la alegría en la obra de las manos de Dios. El conocimiento del poder de Dios que obtuvo por la contemplación de la creación, lo llenó de ánimo al comprender que ese mismo poder estaba a su disposición; y aferrándose a ese poder por la fe, logró grandes victorias. Tal es el propósito del sábado: llevar al hombre al conocimiento de Dios para salvación.

Resumimos así el pensamiento:
1. La fe en Dios viene por el conocimiento de su poder; desconfiar de él implica ignorancia acerca de su poder para cumplir sus promesas; nuestra fe en él será proporcional al conocimiento que tengamos de su poder.
2. La contemplación inteligente de la creación de Dios nos proporciona el verdadero concepto de su poder, puesto que su poder eterno y su divinidad se entienden por las cosas que él creó (Rom. 1:20).
3. Es la fe la que da la victoria (1 Juan 5:4); por lo tanto, como la fe viene por conocer el poder de Dios, a partir de su palabra y de las cosas que él creó, viene a resultar que ganamos la victoria por la obra de sus manos. El sábado, entonces, que es el memorial de la creación, observado apropiadamente, es una gran fuente de fortaleza en la lucha del cristiano.

Esta es la importancia de Ezequiel 20:12: "Les di también mis sábados, para que fuesen una señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Eterno que los santifico". Esto es, sabiendo que la voluntad de Dios es nuestra santificación (1 Tes. 4:3; 5:23 y 24), mediante el uso apropiado del sábado comprendemos el poder de Dios para nuestra santificación. El mismo poder que se manifestó en la creación de los mundos, se manifiesta para la santificación de aquellos que se entregan a la voluntad de Dios. Este pensamiento, comprendido en su sentido más abarcante, traerá con toda seguridad gozo y consuelo divinos al alma sincera. A la vista de lo anterior podemos apreciar la fuerza de Isaías 58: 13 y 14: "Si retiras tu pie de pisotear el sábado, de hacer tu voluntad en mi día santo, y si al sábado llamas delicia, santo, glorioso del Eterno, y lo veneras, no siguiendo tus caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando palabras vanas, entonces te deleitarás en el Señor, y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te sustentaré con la herencia de Jacob tu padre; porque la boca del Eterno lo ha dicho".

Es decir, si se guarda el sábado de acuerdo con el plan de Dios, como un memorial de su poder creativo, como el recuerdo del poder Divino manifestado para la salvación de su pueblo, el alma, triunfante en las obras que él hizo, se deleitará en el Señor. Por consiguiente, el sábado es el gran punto de apoyo para la palanca de la fe, que eleva el alma a las alturas del trono de Dios, poniéndolo en comunión con él.

Resumiéndolo en pocas palabras se podría expresar así: El poder eterno y la divinidad del Señor se revelan en la creación (Rom. 1:20). Es la capacidad de crear lo que da la dimensión del poder de Dios. Pero el evangelio es el poder de Dios para salvación (Rom. 1:16). Por lo tanto, el evangelio nos revela precisamente el poder que se manifestó para traer los mundos a la existencia, ejercido ahora para la salvación de los hombres. Se trata en ambos casos del mismo poder.

A la luz de esta gran verdad, no hay lugar para la controversia acerca de si la redención es mayor que la creación: la redención es creación (ver 2 Cor. 5:17; Efe. 4:24). El poder de la redención es el poder de la creación; el poder de Dios para salvación es el poder capaz de tomar la nulidad humana, y hacer de ella lo que será por todas las edades eternas para alabanza y gloria de la gracia de Dios. "Por eso, los que padecen según la voluntad de Dios, sigan haciendo el bien y encomiéndense al fiel Creador" (1 Pedro 4:19).

CRISTO, EL LEGISLADOR

"Porque el Eterno es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Eterno es nuestro Rey; él mismo nos salvará" (Isa. 33:22).

Consideremos ahora a Cristo en otro aspecto distinto, aunque en realidad no sea realmente diferente. Se trata de la consecuencia natural de su posición como Creador, porque el que crea -de crear- debe ciertamente tener autoridad para guiar y controlar. Leemos en Juan 5:22 y 23 las palabras de Cristo: "El Padre a nadie juzga, sino que confió todo el juicio al Hijo; para que todos honren al Hijo como honran al Padre". Tal como Cristo es la manifestación del Padre en la creación, así es también la manifestación del Padre legislando y ejecutando la ley. Unos pocos textos de la Escritura bastarán para probarlo.

En Números 21:4-6 tenemos el relato parcial de un incidente sucedido mientras los hijos de Israel estaban en el desierto. Es éste: "Después partieron del monte Hor, camino del Mar Rojo, para rodear el país de Edom. Y el pueblo se impacientó por el camino. Y hablaron contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para morir en este desierto, donde no hay pan ni agua? Ya estamos cansados de este pan tan liviano. Y el Eterno envió entre el pueblo serpientes ardientes, que mordían al pueblo y murió mucha gente de Israel". El pueblo habló en contra de Dios y en contra de Moisés, diciendo: '¿Por qué nos has traído al desierto?'
Encontraron defecto en su dirigente. Es por ello que fueron atacados por las serpientes. Ahora leamos las palabras del apóstol Pablo referentes al mismo evento:
"Ni tentéis a Cristo, como algunos de ellos lo tentaron, y perecieron por las serpientes" (1 Cor. 10:9). ¿Qué prueba esto? -Que Cristo era el dirigente contra quien estaban murmurando. Eso queda aún más claro por el hecho de que Moisés se puso del lado de Israel, rehusando ser llamado el hijo de la hija del Faraón, y estimó el reproche de Cristo mayor riqueza que los tesoros de Egipto (Heb. 11:26). Lee también 1 Cor. 10:4, donde Pablo dice que los padres "todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la Roca espiritual que los seguía, y la Roca era Cristo". Así pues, Cristo era el dirigente de Israel desde Egipto.

El tercer capítulo de Hebreos da fe del mismo hecho. Allí se nos invita a considerar al Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús, quien fue fiel en toda su casa, no como un sirviente, sino como Hijo sobre su propia casa (vers. 1 al 6). Se nos dice a continuación que nosotros somos su casa, si retenemos nuestra confianza firme hasta el fin. Por lo tanto, el Espíritu Santo nos exhorta a oír su voz y a no endurecer nuestros corazones, tal como hicieron los padres en el desierto. "Porque hemos llegado a ser participantes de Cristo, si retenemos firme el principio de nuestra confianza hasta el fin. Entre tanto que se dice: 'Si hoy oís su voz, [la de Cristo], no endurezcáis vuestro corazón como en la provocación’". ¿Quienes fueron los que, habiendo oído, lo provocaron? ¿No fueron todos los que habían salido de Egipto con Moisés? ¿Con quiénes estuvo Dios [Cristo] enojado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el desierto? (vers. 14 al 17). Se presenta aquí nuevamente a Cristo como el dirigente y comandante de Israel en sus cuarenta años de peregrinación por el desierto.

Vemos lo mismo en Josué 5:13 al 15, donde leemos que aquel hombre a quien Josué vio cerca de Jericó blandiendo una espada desenvainada en su mano, en respuesta a la pregunta de Josué, "¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?", dijo: "No. Yo Soy el Príncipe del ejército del eterno, que he venido." En verdad, nadie se atreverá a discutir que Cristo fue el auténtico dirigente de Israel, aunque invisible. Moisés, el dirigente visible de Israel, "se sostuvo como quien ve al Invisible". Fue Cristo quien comisionó a Moisés a ir y libertar a su Pueblo. Leamos ahora Éxodo 20:1 al 3:

"Entonces Dios habló estas palabras: 'Yo Soy el Eterno tu Dios, que te saqué de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás otros dioses fuera de mí'". ¿Quién habló estas palabras? -Aquel que los sacó de Egipto. Y ¿quién era el dirigente de Israel desde Egipto? Era Cristo. Entonces, ¿quién pronunció la ley desde el Sinaí? -Cristo, el resplandor de su gloria, y la misma imagen de su ser real, quien es la manifestación de Dios al hombre. Fue el Creador de todo cuanto haya sido creado, y Aquel a quien se encomendó todo el juicio.

Hay otra forma de llegar a la demostración de este punto: Cuando el Señor venga, será con aclamación (1 Tes. 4:16). Su voz penetrará las tumbas y resucitará a los muertos (Juan 5:28 y 29). "El Eterno bramará desde lo alto, desde su santa morada dará su voz. Bramará con fuerza contra su tierra. Canción de lagareros cantará contra todos los habitantes de la tierra. El estruendo llegará hasta el fin de la tierra; porque el Eterno tiene juicio contra las naciones. Él es el Juez de toda carne, y entregará a los impíos a espada -dice el Eterno" (Jer. 25:30 y 31).
Comparando esto con Apocalipsis 19:11 al 21, donde Cristo como Comandante de los ejércitos celestiales, el Verbo de Dios, Rey de reyes, Señor de señores, sale a pisar el lagar del vino del furor de la ira del Dios Todopoderoso, destruyendo a todos los impíos, reconocemos que es Cristo quien "brama" desde su morada contra todos los habitantes de la tierra, al entrar en controversia con las naciones. Joel añade algo más, al decir, "El eterno bramará desde Sión, tronará desde Jerusalén, y temblarán el cielo y la tierra" (Joel 3:16).

A partir de estos textos, a los que cabría añadir otros, vemos que en la venida del Señor a libertar a su pueblo, él habla con una voz que hace temblar la tierra y el cielo: "vacilará la tierra como un borracho, será removida como una choza" (Isa. 24:20), y "los cielos desaparecerán con gran estruendo" (2 Ped. 3:10). Leamos ahora Hebreos 12:25 y 26:
"Mirad que no desechéis al que habla. Porque si aquellos que desecharon al que hablaba en la tierra, no escaparon; mucho menos nosotros, si desecháramos al que habla desde el cielo. En aquel entonces, su voz sacudió la tierra. Pero ahora prometió: Aún una vez, y sacudiré no sólo la tierra, sino aun el cielo".

La ocasión en la que la voz sacudió la tierra fue al promulgar la ley al pie del Sinaí (Éx. 19:18-20; Heb. 12:18-20), un acontecimiento sobrecogedor sin paralelo hasta hoy, y que no lo tendrá hasta que el Señor venga con todos los ángeles del cielo a salvar a su pueblo. Pero observemos: la misma voz que entonces sacudió la tierra, sacudirá en el tiempo venidero, no solamente la tierra sino también el cielo; y hemos visto que es la voz de Cristo que atronará hasta el punto de hacer temblar el cielo y la tierra, en el desenlace de su controversia con las naciones. Por lo tanto, queda demostrado que fue la voz de Cristo la que se hizo oír en el Sinaí, proclamando los diez mandamientos. Esto coincide exactamente con la conclusión lógica de lo ya comentado a propósito de Cristo como Creador y Hacedor del sábado.

En efecto, el hecho de que Cristo sea parte de la divinidad, poseyendo todos los atributos de ella, igual al Padre a todo respecto como Creador y Legislador, es la razón básica del poder de la expiación. Solamente así es posible la redención. Cristo murió "para llevarnos a Dios" (1 Ped. 3:18); pero si le hubiera faltado un ápice para ser igual a Dios, no nos hubiera podido traer a Dios. La divinidad significa la posesión de los atributos de la Deidad. Si Cristo no hubiese sido divino, entonces habríamos tenido solamente un sacrificio humano. Poco importa que se conceda el que Cristo fuese la más grande inteligencia creada en el universo; en ese caso hubiera sido meramente un ser en obligación de lealtad a la ley, sin posibilidad de mayor virtud que la de cumplir su propio deber. No habría podido tener justicia que impartir a otros. Hay una distancia infinita entre el más exaltado ángel que jamás haya sido creado, y Dios; por lo tanto, el ángel más exaltado que quepa imaginar no podía levantar al hombre caído y hacerlo partícipe de la naturaleza divina. Los ángeles pueden ministrar, pero sólo Dios puede redimir. A Dios sean dadas gracias por salvarnos "por la redención que hay en Cristo Jesús," en quien habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y quien es en consecuencia capaz de salvar hasta lo sumo a los que vienen a Dios por él.

Esta verdad contribuye a un más perfecto entendimiento de la razón por la que se denomina a Cristo "el Verbo de Dios". Es por medio de él como la voluntad y el poder divinos se dan a conocer a los hombres. Él es –por así decirlo– el portavoz de la divinidad, la manifestación de Dios. Es él quien declara –da a conocer– a Dios al hombre. Plugo al Padre que en él morara toda plenitud; y así, el Padre no es relegado a una posición secundaria, como algunos imaginan, cuando Cristo es exaltado como Creador y Legislador; ya que la gloria del Padre brilla precisamente a través del Hijo. Siendo que Dios se da a conocer solamente a través de Cristo, es evidente que el Padre no puede ser honrado como debiera serlo, por aquellos que dejan de exaltar a Cristo. Como él mismo dijo, "El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió" (Juan 5:23).

Te preguntas cómo puede Cristo ser el Mediador entre Dios y el hombre, y también el Legislador. No hemos de explicar el cómo, sino aceptar el relato de las Escrituras de que es así. Y el que sea así es lo que da solidez a la doctrina de la expiación. La garantía que tiene el pecador del perdón completo y gratuito, descansa en el hecho de que el Legislador mismo, Aquel contra quien se ha rebelado y ha desafiado, es el que se dio por nosotros. ¿Cómo es posible que alguien ponga en duda la honestidad del propósito de Dios, o su voluntad perfecta para con los hombres, cuando se dio a sí mismo por su redención? Porque no hay que imaginar que el Padre y el Hijo estuviesen separados en esta obra. Fueron Uno en esto, como en todo lo demás. El consejo de paz fue entre los dos (Zac. 6:12 y 13), y aun estando aquí en la tierra, el Hijo unigénito estaba en el seno del Padre.

¡Qué maravillosa manifestación de amor! El Inocente sufrió por el culpable; el Justo por el injusto; el Creador por la criatura; el Hacedor de la ley, por el transgresor de la ley; el Rey, por sus súbditos rebeldes. Puesto que Dios no eximió ni aun a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él gratuitamente todas las cosas? El Amor infinito no pudo encontrar mayor manifestación de sí. Bien puede decir el Señor, "¿Que más se había de hacer a mi viña, que yo no haya hecho?"

LA JUSTICIA DE DIOS

"Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas" (Mat. 6:33).
La justicia de Dios, dice Jesús, es lo primero a buscar en esta vida. El alimento y la vestimenta son asuntos menores en comparación con aquella. Dios los dará por añadidura, de manera que no es necesario preocuparse ni entregarse a la congoja; el reino de Dios y su justicia debieran ser el objeto principal de la vida.

En 1ª de Corintios 1:30 leemos que Cristo nos fue hecho tanto justificación como sabiduría; y puesto que Cristo es la sabiduría de Dios, y en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, es evidente que la justicia que él fue hecho por nosotros, es la justicia de Dios. Veamos en qué consiste esa justicia:

En el Salmo 119:172, el salmista interpela de esta manera al Señor: "Mi lengua canta tu Palabra, porque todos tus mandamientos son justicia". Los mandamientos son justicia, no solo justicia en abstracto, sino que son la justicia de Dios. Para comprenderlo leamos lo siguiente:

"Alzad al cielo vuestros ojos, y mirad abajo a la tierra; porque el cielo se desvanecerá como humo, y la tierra se envejecerá como ropa de vestir. De la misma manera perecerán sus habitantes. Pero mi salvación será para siempre, y mi justicia no será abolida. Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi Ley. No temáis afrenta de hombre, ni desmayéis por sus reproches" (Isa. 51:6 y 7).

¿Qué nos enseña lo anterior? -Que quienes conocen la justicia de Dios son aquellos en cuyos corazones está su ley, y por lo tanto, que la ley de Dios es la justicia de Dios.

Esto se puede demostrar también de esta otra forma: "Toda injusticia -mala acción- es pecado" (1 Juan 5:17). "Todo el que comete pecado, quebranta la Ley, pues el pecado es la transgresión de la Ley" (1 Juan 3:4). El pecado es la transgresión de la ley, y es también injusticia; por lo tanto, el pecado y la injusticia son idénticos. Pero si la injusticia es la transgresión de la ley, la justicia debe ser la obediencia a la ley. O, expresándolo en forma de ecuación:
* injusticia = pecado (1 Juan 5:17)

* transgresión de la ley = pecado (1 Juan 3:4)

De acuerdo con el axioma de que dos cosas que son iguales a una tercera, son iguales entre sí, concluimos que:
* injusticia = transgresión de la ley

Y enunciado la misma igualdad en términos positivos, resulta que:
* justicia = obediencia a la ley

¿Qué ley es aquella con respecto a la cual la obediencia es justicia, y la desobediencia pecado? Es la ley que dice: "No codiciarás", puesto que el apóstol Pablo afirma que esa fue la ley que lo convenció de pecado (Rom. 7:7). La ley de los diez mandamientos, pues, es la medida de la justicia de Dios. Siendo que es la ley de Dios, y que es justicia, tiene que ser la justicia de Dios. No hay ciertamente ninguna otra justicia.

Puesto que la ley es la justicia de Dios -una trascripción de su carácter- es fácil ver que temer a Dios y guardar sus mandamientos es todo el deber del hombre (Ecl. 12:13). No piense nadie que su deber vendrá a resultar acotado y circunscrito al confinarlo a los diez mandamientos, porque estos son "inmensos" (Sal. 119:96). "La ley es espiritual", y abarca mucho más de lo que el lector común puede discernir a primera vista. "Porque el hombre natural no percibe las cosas del Espíritu de Dios, porque le son necedad; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (1 Cor. 2:14). Solamente pueden comprender su inmensa amplitud aquellos que meditan en la ley de Dios con oración. Unos pocos textos de la Escritura bastarán para mostrarnos algo de su inmensidad.

En el sermón del monte, Cristo dijo: "Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás. El que mata será culpado del juicio. Pero yo os digo, cualquiera que se enoje con su hermano, será culpado del juicio; cualquiera que diga a su hermano: Imbécil, será culpado ante el sanedrín. Y cualquiera que le diga: Fatuo, estará en peligro del fuego del infierno" (Mat. 5:21 y 22). Y otra vez: "Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo, el que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" (vers. 27 y 28).

Esto no significa que los mandamientos "No matarás" y "No cometerás adulterio" sean imperfectos, o que Dios requiera ahora de los cristianos un mayor grado de moralidad del que requirió de su pueblo cuando se les llamaba Judíos. Requiere lo mismo de todo ser humano, en todo tiempo. Lo que hizo el Salvador fue simplemente explicar estos mandamientos, y mostrar su espiritualidad. A la acusación tácita de los Fariseos de que él ignoraba y denigraba la ley moral, contestó diciendo que él vino con el propósito de establecer la ley, y que no podía ser abolida; y después explicó el verdadero significado de la ley en una manera en que los convenció de estarla ignorando y desobedeciendo. Mostró que aun una mirada o un pensamiento pueden ser una violación de la ley, y que ésta discierne en verdad los pensamientos y las intenciones del corazón.

Cristo no reveló con ello una verdad nueva, sino que sacó a la luz y descubrió una antigua verdad. La ley significaba tanto cuando él la proclamó desde el Sinaí, como cuando la explicó en aquel monte de Judea. Cuando, en tonos que sacudieron la tierra, dijo: "No matarás", significaba: "No cobijarás ira en el corazón; no consentirás en la envidia, la contención, ni ninguna cosa que esté, en el más mínimo grado, emparentada con el homicidio". Todo esto y mucho más está contenido en las palabras "No matarás". Y así lo enseñó la Palabra inspirada del Antiguo Testamento. Salomón mostró que la ley tiene que ver tanto con las cosas invisibles como con las visibles, al escribir:
"El fin de todo el discurso, es éste: Venera a Dios y guarda sus Mandamientos, porque éste es todo el deber del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, incluyendo toda cosa oculta, buena o mala" (Ecl. 12:13 y 14).

Este es el argumento: el juicio alcanza a toda cosa secreta; la ley de Dios es la norma en el juicio; es decir, determina la calidad de cada acto, sea bueno o malo; por lo tanto, la ley de Dios prohíbe la maldad tanto en los pensamientos como en los actos. Así pues, concluimos que los mandamientos de Dios contienen todo el deber del hombre.

Dice el primer mandamiento: "No tendrás otros dioses fuera de mí". El apóstol se refiere en Filipenses 3:19 a algunos cuyo “dios es el vientre". Pero la glotonería y la intemperancia son homicidio contra uno mismo; y así vemos que el primer mandamiento se extiende hasta el sexto. Hay más, también nos dice que la codicia es idolatría (Col. 3:5). No es posible violar el décimo mandamiento sin violar el primero y el segundo. En otras palabras, el décimo mandamiento converge con el primero, y resulta que el decálogo viene a ser un círculo cuya circunferencia es tan abarcante como el universo, y que contiene dentro de sí el deber moral de toda criatura. En suma, es la medida de la justicia de Dios, quien habita la eternidad.

Es pues evidente la pertinencia de la declaración: "los hacedores de la ley serán justificados". Justificar significa hacer justo, o demostrar la justicia de alguien. Es evidente que la obediencia perfecta a una ley justa constituiría a uno en una persona justa. El designio de Dios era que todas sus criaturas rindieran una obediencia tal a la ley, y así es como la ley fue ordenada para dar vida (Rom. 7:10).

Pero para que uno fuese juzgado como "hacedor de la ley" sería necesario que hubiese guardado la totalidad la ley en cada momento de su vida. De no alcanzar esto, no se puede decir que haya cumplido la ley. Nadie puede ser un hacedor de la ley si la ha cumplido sólo en parte. Es un hecho triste, pero cierto, que no hay en la raza humana un sólo hacedor de la ley, porque los Judíos y los Gentiles están "todos bajo pecado; pues está escrito: No hay justo ni aun uno. No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, se echaron a perder. No hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno" (Rom. 3:9-12). La ley habla a todos los que están dentro de su esfera; y en todo el mundo no hay uno que pueda abrir su boca para defenderse de la acusación de pecado que pesa contra él. Toda boca queda enmudecida, y todo el mundo resulta culpable ante Dios (vers. 19), "por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios" (vers. 23).

Por lo tanto, aunque "los hacedores de la ley serán justificados", es de todo punto evidente que "por las obras de la Ley ninguno será justificado delante de él; porque por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado" (vers. 20). La ley, siendo "santa y justa y buena", no puede justificar al pecador. Es decir, una ley justa no puede declarar que el que la viola es inocente. Una ley que justificara a un hombre malo, sería una ley mala. No hay nada que criticar en el hecho de que la ley no pueda justificar a los pecadores. Al contrario: eso la exalta. El hecho de que la ley no declarará justos a los pecadores -no dirá que los hombres la han guardado, siendo que la han violado–, es en sí evidencia suficiente de que es una ley buena. Los hombres aplauden a un juez terrenal incorruptible, uno que no puede ser sobornado, y que no declara inocente al hombre culpable. Por lo mismo, debieran glorificar la ley de Dios, que no presta falso testimonio. Es la perfección de la justicia, y por lo tanto está forzada a manifestar el triste hecho de que nadie de la raza de Adán ha cumplido sus requerimientos.

Más aun, el hecho de que cumplir la ley sea precisamente el deber del hombre implica que tras no haberlo alcanzado en un punto particular, no haya ya recuperación posible. Los requerimientos de cada precepto de la ley son tan amplios -toda la ley es tan espiritual-, que un ángel no podría rendir más que simple obediencia. Además, la ley es la justicia de Dios, una trascripción de su carácter, y puesto que su carácter no puede ser diferente de lo que es, resulta que ni Dios mismo puede ser mejor que la medida de bondad que su ley demanda. Él no puede ser mejor de lo que es, y la ley declara lo que él es. ¿Qué esperanza hay entonces para uno que ha fallado, aunque sea en un precepto? ¿Cómo podría añadir suficiente bondad como para recobrar la medida completa? Aquel que intenta hacer eso se entrega a la absurda pretensión de ser mejor de lo que Dios requiere: Sí, ¡aun mejor que Dios mismo!

Pero no es simplemente en un particular donde el ser humano han fallado. Ha errado en todo particular. "Todos se desviaron, se echaron a perder. No hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno". Y no sólo eso, sino que es imposible para el hombre caído, con su poder debilitado, hacer ni un sólo acto que esté a la altura de la norma perfecta. Lo anterior no necesita más prueba que volver a recordar el hecho de que la ley es la medida de la justicia de Dios. De seguro no hay nadie tan presuntuoso como para reclamar que ningún acto de su vida haya sido o pueda ser tan bueno como si hubiera sido hecho por el Señor mismo. Todos deben decir con el salmista, "Fuera de ti no hay bien para mí" (Sal. 16:2).

Este hecho está implícito en claras declaraciones de la Escritura. Cristo, quien "no necesitaba que nadie le dijera nada acerca de los hombres, porque él sabía lo que hay en el hombre" (Juan 2:25), dijo: "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricias, maldades, engaños, vicios, envidias, chismes, soberbia, insensatez; todas estas maldades de adentro salen, y contaminan al hombre" (Mar. 7:21-23). En otras palabras, es más fácil hacer el mal que hacer el bien, y las cosas que una persona hace de forma natural, son maldad. La maldad yace en lo íntimo, es parte del ser. Por lo tanto, dice el apóstol: "La mente carnal [o natural] es contraria a Dios, y no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede. Así, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios" (Rom. 8:7 y 8). Y en otro lugar: "Porque la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne. Los dos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisierais" (Gál. 5:17). Puesto que la maldad es parte de la misma naturaleza del hombre, siendo heredada por cada individuo según una larga línea de antecesores pecadores, es evidente que cualquier justicia que proceda de él debe consistir solamente en "trapos de inmundicia" (Isa. 64:6) al ser comparada con la ropa inmaculada de la justicia de Dios.

El Salvador ilustró la imposibilidad de que las buenas obras procedan de un corazón pecaminoso en términos tan inequívocos como estos: "No hay buen árbol que dé mal fruto, ni árbol malo que dé buen fruto. Cada árbol se conoce por su fruto. No se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas. El buen hombre, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno. Y el mal hombre del mal tesoro de su corazón saca lo malo. Porque de la abundancia del corazón habla la boca" (Luc. 6:44 y 45). Es decir, un hombre no puede hacer el bien hasta no haber sido primeramente hecho bueno. Por lo tanto, los actos realizados por una persona pecaminosa no tienen posibilidad alguna de hacerlo justo; al contrario, proviniendo de un corazón impío, son actos impíos, añadiéndose así a la cuenta de su pecaminosidad. Sólo maldad puede venir de un corazón malo, y la maldad multiplicada no puede resultar en un solo acto bueno; por lo tanto, es vana la esperanza de que una persona mala pueda venir a ser hecha justa por sus propios esfuerzos. Primero debe ser hecha justa, antes de que pueda hacer el bien que se le requiere, y que desearía hacer.

El asunto queda pues así: (1) La ley de Dios es perfecta justicia, y se demanda perfecta conformidad con ella a todo aquel que quiera entrar al reino de los cielos. (2) Pero la ley no tiene una partícula de justicia que poder dar a hombre alguno, porque todos son pecadores e incapacitados para cumplir con sus requerimientos. Poco importa cuán diligentemente o con cuánto tesón obre el ser humano, nada de lo que puede hacer es suficiente para colmar la plena medida de las demandas de la ley. Es demasiado elevada como para que él la alcance; no puede obtener justicia por la ley. "Por las obras de la Ley ninguno será justificado -hecho justo- ante él". ¡Qué condición tan deplorable! Debemos obtener la justicia que es por la ley, o no podemos entrar al cielo. Y sin embargo, la ley no tiene justicia para ninguno de nosotros. No premiará nuestros esfuerzos más persistentes y enérgicos con la más pequeña porción de esa santidad que es imprescindible para ver al Señor.

¿Quién, entonces, puede ser salvo?
¿Puede existir una cosa tal como personas justas?
–Sí, porque la Biblia habla con frecuencia de ellas. Habla de Lot como "aquel hombre justo". Leemos: "Decid al justo que le irá bien, porque comerá del fruto de sus acciones" (Isa. 3:10), indicando de esta manera que habrá personas justas que recibirán la recompensa; y se declara llanamente que habrá por fin una nación justa: "En aquel día cantarán este canto en tierra de Judá: Fuerte ciudad tenemos. Salud puso Dios por muros y antemuro. Abrid las puertas, y entrará la gente justa, guardadora de verdades". (Isa. 26:1 y 2). David dijo: "Tu ley es la verdad" (Sal. 119:142). No es solamente verdad, sino que es la suma de toda la verdad. En consecuencia, la nación que guarda toda la verdad será una nación que guarda la ley de Dios. Estará formada por hacedores de su voluntad, y entrarán en el reino de los cielos (Mat. 7:21).