"Mas el fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza: contra tales cosas no hay ley. Porque los que son de Cristo, han crucificado la carne con los afectos y concupiscencias. Si vivimos en el Espíritu, andemos también en el Espíritu. No seamos codiciosos de vana gloria, irritando los unos a los otros, envidiándose los unos a los otros".GÁLATAS 5:22-26
Hemos visto algo sobre la maldad y el engaño intrínsecos a las obras de la carne. Pero gracias al Señor, hay algo mejor.
El Espíritu de Dios en su plenitud, otorgado ampliamente a todo creyente, combate contra la carne, de manera que en aquel que es guiado por el Espíritu de Dios, la carne no puede hacer las cosas que querría. El Espíritu es en él el poder controlador, produciendo en la vida "el fruto del Espíritu", no "las obras de la carne".
Y aunque sea cierto "que los que hacen tales cosas" como las especificadas en la lista de las obras de la carne "no heredarán el reino de Dios"; mediante el don del Espíritu Santo, por la gracia de Cristo, Dios hizo completa provisión a fin de que toda alma, a pesar de todas sus pasiones, concupiscencias, deseos e inclinaciones de la carne, pueda heredar el reino de Dios.
En Cristo, la batalla se peleó en todo punto, habiendo obtenido completa victoria. Él mismo fue hecho carne –la misma carne y sangre de aquellos a quienes vino a redimir. Fue hecho en todo semejante a ellos; "tentado en todo según nuestra semejanza". Si en algún punto no hubiese sido hecho como nosotros, entonces en ese punto, no habría podido ser tentado como lo somos nosotros.
Él se pudo "compadecer de nuestras flaquezas", debido a que fue "tentado en todo según nuestra semejanza". Cuando fue tentado, sintió los deseos y las inclinaciones de la carne, precisamente de la forma en que nosotros las sentimos al ser tentados. "Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia [los deseos e inclinaciones propios de la carne] es atraído, y cebado" (Sant. 1:14). Todo eso, Jesús pudo experimentarlo sin pecar, ya que la tentación no es pecado. Es solamente después que la concupiscencia ha concebido –cuando el deseo ha sido acariciado, la inclinación consentida– que "pare el pecado". Y Jesús, ni siquiera en un solo pensamiento acarició ni consintió un deseo o inclinación de la carne. Así, en una carne como la nuestra, fue tentado en todo punto como nosotros, pero sin una sola mancha de pecado.
Por el poder divino que recibió mediante la fe en Dios, Él, en nuestra carne, reprimió completamente toda inclinación, y cortó de raíz todo deseo de esa carne, de forma que "condenó al pecado en la carne". Con ello, trajo la victoria completa y el poder divino para mantenerla, a toda alma en el mundo. Todo eso lo hizo "para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos conforme a la carne, mas conforme al espíritu".
En Cristo Jesús, está al alcance de toda alma esa victoria, en su plenitud. Se la recibe por la fe en Jesús. Se cumple y mantiene por "la fe de Jesús", que Él perfeccionó y que da a todo el que en Él cree. "Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe".
"Dirimiendo en su carne las enemistades" que separaban al hombre de Dios (Efe. 2:15). Para tal fin, tomó la carne –sólo así pudo ser– en la que existía tal enemistad. Y dirimió o abolió "en su carne las enemistades", "para edificar en sí mismo los dos [Dios, y el hombre enemistado] en un nuevo hombre, haciendo la paz".
Cristo abolió en su carne las enemistades, "para reconciliar por la cruz a ambos [judíos y gentiles –todo el género humano sujeto al enemigo–] con Dios en un mismo cuerpo, matando en ella [su carne] las enemistades" (Efe. 2:16). La enemistad estaba en Él mismo, al estar en su carne. Y "en su carne", la dirimió o abolió. Solamente estando "en su carne" pudo hacer tal cosa.
Jesús tomó sobre sí la maldición en su plenitud, tal como ésta afecta a la raza humana. Eso sucedió cuando fue "hecho por nosotros maldición". Pero "la maldición sin causa nunca vendrá", ni vino nunca: el pecado es la causa de la maldición. Él fue hecho maldición por nosotros, a causa de nuestros pecados. Y a fin de poder afrontar la maldición tal como pesa sobre nosotros, debió afrontar el pecado, tal como es en nosotros. Así pues, "al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros". Y eso "para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él" (2 Cor. 5:21).
Y aunque se colocó enteramente en la misma situación de gran desventaja en la que está la raza humana –hecho en todo como nosotros, y por lo tanto tentado en todo como nosotros–, sin embargo, ni en un solo pensamiento consintió que una sola tendencia o inclinación de la carne gozaran del más mínimo reconocimiento, sino que fueron todas ellas cortadas de raíz por el poder de Dios, que, mediante la fe divina, trajo a la humanidad.
"Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre. Porque ciertamente no tomó a los ángeles, sino a la simiente de Abraham tomó. Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:14-18).
Y esa victoria que Cristo obró en carne humana, el Espíritu Santo la trae para rescatar a todo aquel que, estando en carne humana, cree hoy en Jesús. Mediante el Espíritu Santo, la presencia misma de Cristo viene al creyente; ya que es su constante deseo el "que os de, conforme a las riquezas de su gloria, el ser corroborados con potencia en el hombre interior por su Espíritu. Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones; para que, arraigados y fundados en amor, podáis bien comprender con todos los santos cuál sea la anchura y la longura y la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios" (Efe. 3:16-19).
Así, la liberación de la culpabilidad del pecado, y del poder de éste, que hace que el creyente triunfe sobre todos los deseos, tendencias e inclinaciones de su carne pecaminosa, por el poder del Espíritu de Dios, tiene hoy lugar por la presencia personal de Cristo Jesús en carne humana en el creyente, tal como sucedió con la presencia personal de Cristo en carne humana, hace dos mil años.
Cristo "es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos". Tal sucede con su evangelio. El evangelio de Cristo es hoy el mismo que hace dos mil años. Entonces era "Dios… manifestado en carne"; hoy también: Dios manifestado en la misma carne, en la carne de hombres pecaminosos, carne humana, tal como es la naturaleza humana.
El evangelio es "Cristo en vosotros, la esperanza de gloria", –Cristo en ti, tal como eres, pecados y pecaminosidad incluidos; ya que se dio a sí mismo por nuestros pecados, y por nuestra pecaminosidad. Cristo te compró tal como eres, y Dios te hizo acepto en el Amado. Te ha recibido tal como eres, y el evangelio –Cristo en ti, la esperanza de gloria– te pone bajo el reino de la gracia de Dios y, por su Espíritu, te sujeta de tal manera al poder de Cristo y de Dios, que aparece en ti "el fruto del espíritu", no "las obras de la carne".
Y el fruto del Espíritu es:
AMOR. "El amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado". En lugar de dar lugar al odio –siquiera en pensamiento–, o cualquier sentimiento afín, nadie puede hacer contra ti nada que logre despertar otra cosa que no sea amor. Ese amor, proviniendo de Dios, "es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos", y no ama por recompensa, sino simplemente porque ama, porque es amor, y siendo sólo eso, no puede hacer otra cosa.
GOZO. "Es la felicidad desbordante que surge del bien presente o futuro". Pero en este caso, la disyunción queda descartada, ya que se trata de felicidad desbordante surgida del bien actual Y TAMBIÉN del que se espera, debido a que la causa del mismo es eterna. En consecuencia, es eternamente presente, y eternamente esperado. Es "satisfacción exultante".
PAZ. Perfecta paz que reina en el corazón. "La paz de Dios, que supera todo entendimiento"; y que guarda el corazón y la mente de todo aquel que la posee.
TOLERANCIA, BENIGNIDAD, BONDAD, FE. Esa fe –del griego pistis–, es "la firme persuasión; la convicción basada en la confianza, NO en el conocimiento [la fe "del corazón", no de la cabeza; la fe de Cristo, no la del credo]; sólida confianza, alimentada por la convicción, que supera lo que se opone o contradice".
MANSEDUMBRE, TEMPLANZA. La templanza es dominio propio. El Espíritu de Dios libera al hombre de la esclavitud a sus pasiones, concupiscencias y hábitos, y lo hace libre, dueño de sí.
"Contra tales cosas no hay ley". La ley de Dios no va contra otra cosa que no sea el pecado. En la vida de los hombres, la ley de Dios va contra todo lo que no sea el fruto del Espíritu de Dios. Por lo tanto, todo lo que en la vida del hombre no es fruto del Espíritu, es pecado. Eso no es más que otra forma de decir que "todo lo que no es de fe, es pecado".
Así, "si vivimos en el Espíritu, andemos también en el Espíritu". Y puesto que vivimos y andamos en el Espíritu, "no seamos" –Sí, no seremos, no podemos ser– "codiciosos de vana gloria, irritando los unos a los otros, envidiándose los unos a los otros".
Review and Herald, 2 octubre 1900
Hemos visto algo sobre la maldad y el engaño intrínsecos a las obras de la carne. Pero gracias al Señor, hay algo mejor.
El Espíritu de Dios en su plenitud, otorgado ampliamente a todo creyente, combate contra la carne, de manera que en aquel que es guiado por el Espíritu de Dios, la carne no puede hacer las cosas que querría. El Espíritu es en él el poder controlador, produciendo en la vida "el fruto del Espíritu", no "las obras de la carne".
Y aunque sea cierto "que los que hacen tales cosas" como las especificadas en la lista de las obras de la carne "no heredarán el reino de Dios"; mediante el don del Espíritu Santo, por la gracia de Cristo, Dios hizo completa provisión a fin de que toda alma, a pesar de todas sus pasiones, concupiscencias, deseos e inclinaciones de la carne, pueda heredar el reino de Dios.
En Cristo, la batalla se peleó en todo punto, habiendo obtenido completa victoria. Él mismo fue hecho carne –la misma carne y sangre de aquellos a quienes vino a redimir. Fue hecho en todo semejante a ellos; "tentado en todo según nuestra semejanza". Si en algún punto no hubiese sido hecho como nosotros, entonces en ese punto, no habría podido ser tentado como lo somos nosotros.
Él se pudo "compadecer de nuestras flaquezas", debido a que fue "tentado en todo según nuestra semejanza". Cuando fue tentado, sintió los deseos y las inclinaciones de la carne, precisamente de la forma en que nosotros las sentimos al ser tentados. "Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia [los deseos e inclinaciones propios de la carne] es atraído, y cebado" (Sant. 1:14). Todo eso, Jesús pudo experimentarlo sin pecar, ya que la tentación no es pecado. Es solamente después que la concupiscencia ha concebido –cuando el deseo ha sido acariciado, la inclinación consentida– que "pare el pecado". Y Jesús, ni siquiera en un solo pensamiento acarició ni consintió un deseo o inclinación de la carne. Así, en una carne como la nuestra, fue tentado en todo punto como nosotros, pero sin una sola mancha de pecado.
Por el poder divino que recibió mediante la fe en Dios, Él, en nuestra carne, reprimió completamente toda inclinación, y cortó de raíz todo deseo de esa carne, de forma que "condenó al pecado en la carne". Con ello, trajo la victoria completa y el poder divino para mantenerla, a toda alma en el mundo. Todo eso lo hizo "para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos conforme a la carne, mas conforme al espíritu".
En Cristo Jesús, está al alcance de toda alma esa victoria, en su plenitud. Se la recibe por la fe en Jesús. Se cumple y mantiene por "la fe de Jesús", que Él perfeccionó y que da a todo el que en Él cree. "Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe".
"Dirimiendo en su carne las enemistades" que separaban al hombre de Dios (Efe. 2:15). Para tal fin, tomó la carne –sólo así pudo ser– en la que existía tal enemistad. Y dirimió o abolió "en su carne las enemistades", "para edificar en sí mismo los dos [Dios, y el hombre enemistado] en un nuevo hombre, haciendo la paz".
Cristo abolió en su carne las enemistades, "para reconciliar por la cruz a ambos [judíos y gentiles –todo el género humano sujeto al enemigo–] con Dios en un mismo cuerpo, matando en ella [su carne] las enemistades" (Efe. 2:16). La enemistad estaba en Él mismo, al estar en su carne. Y "en su carne", la dirimió o abolió. Solamente estando "en su carne" pudo hacer tal cosa.
Jesús tomó sobre sí la maldición en su plenitud, tal como ésta afecta a la raza humana. Eso sucedió cuando fue "hecho por nosotros maldición". Pero "la maldición sin causa nunca vendrá", ni vino nunca: el pecado es la causa de la maldición. Él fue hecho maldición por nosotros, a causa de nuestros pecados. Y a fin de poder afrontar la maldición tal como pesa sobre nosotros, debió afrontar el pecado, tal como es en nosotros. Así pues, "al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros". Y eso "para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él" (2 Cor. 5:21).
Y aunque se colocó enteramente en la misma situación de gran desventaja en la que está la raza humana –hecho en todo como nosotros, y por lo tanto tentado en todo como nosotros–, sin embargo, ni en un solo pensamiento consintió que una sola tendencia o inclinación de la carne gozaran del más mínimo reconocimiento, sino que fueron todas ellas cortadas de raíz por el poder de Dios, que, mediante la fe divina, trajo a la humanidad.
"Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre. Porque ciertamente no tomó a los ángeles, sino a la simiente de Abraham tomó. Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:14-18).
Y esa victoria que Cristo obró en carne humana, el Espíritu Santo la trae para rescatar a todo aquel que, estando en carne humana, cree hoy en Jesús. Mediante el Espíritu Santo, la presencia misma de Cristo viene al creyente; ya que es su constante deseo el "que os de, conforme a las riquezas de su gloria, el ser corroborados con potencia en el hombre interior por su Espíritu. Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones; para que, arraigados y fundados en amor, podáis bien comprender con todos los santos cuál sea la anchura y la longura y la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios" (Efe. 3:16-19).
Así, la liberación de la culpabilidad del pecado, y del poder de éste, que hace que el creyente triunfe sobre todos los deseos, tendencias e inclinaciones de su carne pecaminosa, por el poder del Espíritu de Dios, tiene hoy lugar por la presencia personal de Cristo Jesús en carne humana en el creyente, tal como sucedió con la presencia personal de Cristo en carne humana, hace dos mil años.
Cristo "es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos". Tal sucede con su evangelio. El evangelio de Cristo es hoy el mismo que hace dos mil años. Entonces era "Dios… manifestado en carne"; hoy también: Dios manifestado en la misma carne, en la carne de hombres pecaminosos, carne humana, tal como es la naturaleza humana.
El evangelio es "Cristo en vosotros, la esperanza de gloria", –Cristo en ti, tal como eres, pecados y pecaminosidad incluidos; ya que se dio a sí mismo por nuestros pecados, y por nuestra pecaminosidad. Cristo te compró tal como eres, y Dios te hizo acepto en el Amado. Te ha recibido tal como eres, y el evangelio –Cristo en ti, la esperanza de gloria– te pone bajo el reino de la gracia de Dios y, por su Espíritu, te sujeta de tal manera al poder de Cristo y de Dios, que aparece en ti "el fruto del espíritu", no "las obras de la carne".
Y el fruto del Espíritu es:
AMOR. "El amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado". En lugar de dar lugar al odio –siquiera en pensamiento–, o cualquier sentimiento afín, nadie puede hacer contra ti nada que logre despertar otra cosa que no sea amor. Ese amor, proviniendo de Dios, "es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos", y no ama por recompensa, sino simplemente porque ama, porque es amor, y siendo sólo eso, no puede hacer otra cosa.
GOZO. "Es la felicidad desbordante que surge del bien presente o futuro". Pero en este caso, la disyunción queda descartada, ya que se trata de felicidad desbordante surgida del bien actual Y TAMBIÉN del que se espera, debido a que la causa del mismo es eterna. En consecuencia, es eternamente presente, y eternamente esperado. Es "satisfacción exultante".
PAZ. Perfecta paz que reina en el corazón. "La paz de Dios, que supera todo entendimiento"; y que guarda el corazón y la mente de todo aquel que la posee.
TOLERANCIA, BENIGNIDAD, BONDAD, FE. Esa fe –del griego pistis–, es "la firme persuasión; la convicción basada en la confianza, NO en el conocimiento [la fe "del corazón", no de la cabeza; la fe de Cristo, no la del credo]; sólida confianza, alimentada por la convicción, que supera lo que se opone o contradice".
MANSEDUMBRE, TEMPLANZA. La templanza es dominio propio. El Espíritu de Dios libera al hombre de la esclavitud a sus pasiones, concupiscencias y hábitos, y lo hace libre, dueño de sí.
"Contra tales cosas no hay ley". La ley de Dios no va contra otra cosa que no sea el pecado. En la vida de los hombres, la ley de Dios va contra todo lo que no sea el fruto del Espíritu de Dios. Por lo tanto, todo lo que en la vida del hombre no es fruto del Espíritu, es pecado. Eso no es más que otra forma de decir que "todo lo que no es de fe, es pecado".
Así, "si vivimos en el Espíritu, andemos también en el Espíritu". Y puesto que vivimos y andamos en el Espíritu, "no seamos" –Sí, no seremos, no podemos ser– "codiciosos de vana gloria, irritando los unos a los otros, envidiándose los unos a los otros".
Review and Herald, 2 octubre 1900
Sem comentários:
Enviar um comentário