CIERTA vez, cuando el autor viajaba en automóvil, súbitamente le pareció que el camino estaba por terminar en un callejón sin salida. Las enormes montañas se elevaban cada vez más a medida que nos acercábamos a ellas y bloqueaban completamente el camino. Al parecer no había forma de cruzarlas.
Pero la había. De improviso, en el último momento, cuando parecía que el camino iba directamente hacia esa poderosa muralla de rocas, se divisó una curva a la derecha que se abrió paso entre las colinas verdeantes y los picos coronados d nieve, y la ruta seguía adelante hacia el asoleado destino.
Esto mismo ocurre con el camino por el que viaja la humanidad y que hoy parece estar a punto de terminar. Ante nosotros están la guerra nuclear, el desorden generalizado, la inanición universal, todo lo cual culmina en el glorioso pero devastador regreso de Jesucristo como Rey y Juez de la humanidad.
De esto no puede haber duda. La Roca del cielo está por desplomarse contra las naciones en el tiempo del fin para hacerlas polvo. Véase Daniel 2:35.
“Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder”, dará “retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2ª Tesalonicenses 1:7,8).
En ese día, “los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y escondednos del rostro de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; y quién podrá sostenerse en pié?” (Apocalipsis 6:15-17).
El apóstol Pedro escribió: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo será deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay será quemadas” (2ª Pedro 3:10).
Tal es el fin predicho por los profetas de la antigüedad. Ezequiel escribió: “Así ha dicho Jehová el Señor: Un mal, he aquí que viene un mal. Viene el fin, el fin viene; se ha despertado contra ti; he aquí que viene” (Ezequiel 7:5,6).
Pero es esto todo? De ningún modo. Con cada predicción del fin del mundo se relaciona la seguridad de que habrá un nuevo comienzo. Cuando amenaza la oscuridad total, siempre parece una luz.
El camino no termina frente a las montañas. Va ascendiendo y cruzándolas hasta llegar a la tierra prometida.
Notad que cuando el profeta Daniel declaró que las naciones de los últimos días fueron reducidas a polvo, también añadió: “Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido… (sino que) permanecerá para siempre” (Daniel 2:44).
Asimismo, después que el apóstol San Juan vio que multitudes escapaban de “la ira del Cordero”, volvió a mirar “y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero” (Apocalipsis 7:9,10).
Y Pedro, después de anunciar la destrucción por fuego de este planeta, cuando “todas estas cosas han de ser deshechas”, declaró confiadamente: “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2ª Pedro 3:11,13).
Así es como hablan todos los profetas de la antigüedad. Más allá del fin contemplan un glorioso comienzo, un futuro de felicidad y paz sin parangón. Como dijo Abrahán cierta vez, Dios no destruye a los justos juntamente con los impíos, sino que los cuida y los preserva a su manera; y algún día los reunirá para que disfruten de una vida más hermosa que la que jamás han imaginado.
Dios ha asegurado a lo largo de todos los siglos a sus seguidores leales el advenimiento de un futuro maravilloso que él está planeando para ellos, para que su fe no falle y tampoco disminuya su esperanza.
Nos envía este preciosísimo mensaje mediante el profeta Isaías: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria… Y me alegraré con Jerusalén, y me gozaré con mi pueblo…; y nunca más se oirán en ella voz de lloro, ni voz de clamor… Edificarán casas, y morarán en ellas; plantarán viñas, y comerán el fruto de ellas. No edificarán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; porque según los días de los árboles serán los días de mi pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos. No trabajarán en vano, ni darán a luz para maldición; porque son linaje de los benditos de Jehová… No afligirán, ni harán mal en todo mi santo monte, dijo Jehová” (Isaías 65:17-25).
Cientos de años después, el apóstol San Juan recibió una visión similar, y escribió: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existíamos. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasarán” (Apocalipsis 21:1-4).
No más sufrimiento, no más lágrimas, no más muerte!
No más violencia, no más luchas, no más guerras!
No más egoísmo, no más celos, no más crueldad!
Tal es el glorioso futuro que Dios ha planeado para su pueblo fiel. Sus hijos vivirán eternamente en un mundo tan hermoso en todo sentido, que el apóstol Pablo dijo de él: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1ª Cor. 2:9). En otras palabras, el hogar de los salvados es demasiado bello para describirlo; es demasiado maravilloso para poder se concebido por la imaginación humana.
Esto ilumina la declaración de Apocalipsis 14:6,7 que dice cómo el pueblo remanente de Dios llevará el “Evangelio eterno” a “toda nación, tribu, lengua y pueblo”.
Son los portadores de buenas nuevas y no de malas noticias. Buenas nuevas de duración eterna. Noticias mejores que las que nunca se han oído. Nuevas de que hay una esperanza y un gozo tan plenos como los que Dios mismo pudo proveer para un mundo desesperado.
Es verdad que los hijos de Dios deben advertir a todos acerca del fin que se aproxima; deben hablar de las consecuencias de la rebelión contra el gobierno de Dios; pero esto constituye una pequeña parte de su tarea. Los portadores de esas buenas nuevas son el pueblo de la liberación, que siempre busca la salvación de otros y encuentra su gran satisfacción en abrir las puertas del cielo para aquellos que voluntariamente se habían excluido de él.
Debido a esto, son el único pueblo que es verdaderamente feliz en un mundo sumamente infeliz. Ese pueblo irradia el gozo del Señor para iluminar a la gente que ha olvidado en qué consiste el verdadero gozo.
Tenemos buenas nuevas para Ud. Hoy!, les dicen a sus amigos, vecinos, amistades y a todo el mundo. Buenas nuevas acerca de Dios y de su amor. Buenas nuevas acerca del futuro y de todas las maravillas del reino venidero de justicia y de paz. Buenas nuevas acerca del pronto regreso de Cristo y de sus planes gloriosos para los que le aman.
Buenas nuevas para los enfermos, que pronto disfrutarán de salud eterna; buenas nuevas para los deformes, que pronto será restaurados; buenas nuevas para los ciegos, que pronto verá; y para los sordos, que pronto oirán. Buenas nuevas también para los afligidos, porque todos los que han muerto en Cristo resucitarán de la tumba para no volver a morir.
En 13 de enero de 1967, dos policías de Nueva York oyeron un ruido intenso y sordo que procedía de cierta calle. Sintieron olor a gas, y sospechando que podía ocurrir algo serio, enviaron un mensaje pidiendo ayuda, y luego corrieron de casa en casa haciendo sonar los timbres y gritando: “Salgan fuera! No pierdan tiempo en sacar nada! Salgan fuera!”
Pronto llegaron otros policías con bocinas que también gritaban: “Esto es una emergencia! Salgan todos!”
Salieron más de trescientas personas, algunas en salida de baño, otras en pijamas y otras en camisones. Algunas llevaban bebés en sus brazos, mientras otras arrastraban tras ellas a niños espantados.
Salieron justamente a tiempo. Poco minutos después hubo una tremenda explosión, y una sábana de fuego envolvió el vecindario. Un testigo escribió: “Las motobombas y los automóviles fueron incinerados. Los postes de teléfono ardían como pavesas gigantescas. Las casa fueron consumidas por las llamas”. 600 bomberos con 100 motobombas combatieron el incendio, que ardió fuera de control durante más de cuatro horas, mientras las cuadrillas de la compañía de gas trabajaban frenéticamente para cerrar las válvulas que controlaban el tubo de 60 centímetros de diámetro que se había roto.
Cuando amaneció, “dos motobombas, un camión de reparaciones de una compañía de gas y varios automóviles estaban quemados y humeantes…Postes de teléfonos ennegrecidos yacían cerca de una señal calcinada que indicaba un cruce de escuela. Quedaban solamente las escalinatas de ladrillos rojos de dos casas. Detrás de ellas había tan sólo pozos negros y humeantes”.
Pero la gente se había salvado. Gracias a la perspicacia de dos policías y a la rapidez con que lanzaron su advertencia contra el peligro, no se perdió un solo hombre, mujer o niño.
Esto se parece mucho a lo que ocurrió en Sodoma hace muchos siglos.
Cuando el fuego amenazó a esa antigua ciudad, los ángeles, y no la policía, dijeron a Lot y a su familia: “Escapa por tu vida, no mires tras ti” (Génesis 19:17). Todos los que atendieron esta advertencia se salvaron, y Sodoma fue consumida por el fuego.
Jesús dio una advertencia similar a los habitantes de Jerusalén concerniente a la llegada de las huestes romanas en el año 70. Notad la urgencia con que habla: “Cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel… Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotes, no descienda para tomar lago de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa” (S. Mateo 24:15-18).
Los que obedecieron su consejo se salvaron. Los que lo desoyeron perecieron en uno de los peores sitios de la historia.
Uno de estos días ocurrirá lo mismo. Puesto que las señales que anuncian la aproximación del fin cada día se tornan más evidentes, todos los que comprenden que vivimos en un tiempo peligroso, anunciarán cada vez con mayor urgencia la inminencia del fin del mundo.
Tal como esos policías neoyorquinos percibieron que la catástrofe era inminente a juzgar por el ruido subterráneo y el olor a gas, así también los siervos de Dios que contemplan los acontecimientos portentosos de nuestra época, sabrán que el fin del mundo está por acontecer. Sostenidos por una evidencia abrumadora, declararán con las palabras del Maestro: “Cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está el reino de Dios” (S. Lucas 21:31).
Tal es la invitación que os llega en este momento. Debido a que Dios os ama tanto, y porque él sabe cuán cerca está el fin, os ruega que le entreguéis vuestro corazón sin reservas. Por vuestro presente y eterno él quiere que renunciéis a los males que os atraen, y que abandonéis los hábitos perjudiciales que amenazan vuestra vida y vuestra salud. Quiere que os unáis con su pueblo remanente, el pueblo por quién él tanto se preocupa y para quien hace tantos planes.
Quiere que os levantéis y que seáis tenidos por justos y verdaderos, y que seáis testigos valerosos de todo lo que él más estima.
Este pude ser el momento de la decisión para vosotros. No lo dejéis pasar. Poneos del lado de Dios.
Entonces no tendréis necesidad de temer el fin. Podréis decir juntamente con David: “Dios es muestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar” (Salmo 46:1,2).
Pero la había. De improviso, en el último momento, cuando parecía que el camino iba directamente hacia esa poderosa muralla de rocas, se divisó una curva a la derecha que se abrió paso entre las colinas verdeantes y los picos coronados d nieve, y la ruta seguía adelante hacia el asoleado destino.
Esto mismo ocurre con el camino por el que viaja la humanidad y que hoy parece estar a punto de terminar. Ante nosotros están la guerra nuclear, el desorden generalizado, la inanición universal, todo lo cual culmina en el glorioso pero devastador regreso de Jesucristo como Rey y Juez de la humanidad.
De esto no puede haber duda. La Roca del cielo está por desplomarse contra las naciones en el tiempo del fin para hacerlas polvo. Véase Daniel 2:35.
“Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder”, dará “retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2ª Tesalonicenses 1:7,8).
En ese día, “los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y escondednos del rostro de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; y quién podrá sostenerse en pié?” (Apocalipsis 6:15-17).
El apóstol Pedro escribió: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo será deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay será quemadas” (2ª Pedro 3:10).
Tal es el fin predicho por los profetas de la antigüedad. Ezequiel escribió: “Así ha dicho Jehová el Señor: Un mal, he aquí que viene un mal. Viene el fin, el fin viene; se ha despertado contra ti; he aquí que viene” (Ezequiel 7:5,6).
Pero es esto todo? De ningún modo. Con cada predicción del fin del mundo se relaciona la seguridad de que habrá un nuevo comienzo. Cuando amenaza la oscuridad total, siempre parece una luz.
El camino no termina frente a las montañas. Va ascendiendo y cruzándolas hasta llegar a la tierra prometida.
Notad que cuando el profeta Daniel declaró que las naciones de los últimos días fueron reducidas a polvo, también añadió: “Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido… (sino que) permanecerá para siempre” (Daniel 2:44).
Asimismo, después que el apóstol San Juan vio que multitudes escapaban de “la ira del Cordero”, volvió a mirar “y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero” (Apocalipsis 7:9,10).
Y Pedro, después de anunciar la destrucción por fuego de este planeta, cuando “todas estas cosas han de ser deshechas”, declaró confiadamente: “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2ª Pedro 3:11,13).
Así es como hablan todos los profetas de la antigüedad. Más allá del fin contemplan un glorioso comienzo, un futuro de felicidad y paz sin parangón. Como dijo Abrahán cierta vez, Dios no destruye a los justos juntamente con los impíos, sino que los cuida y los preserva a su manera; y algún día los reunirá para que disfruten de una vida más hermosa que la que jamás han imaginado.
Dios ha asegurado a lo largo de todos los siglos a sus seguidores leales el advenimiento de un futuro maravilloso que él está planeando para ellos, para que su fe no falle y tampoco disminuya su esperanza.
Nos envía este preciosísimo mensaje mediante el profeta Isaías: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria… Y me alegraré con Jerusalén, y me gozaré con mi pueblo…; y nunca más se oirán en ella voz de lloro, ni voz de clamor… Edificarán casas, y morarán en ellas; plantarán viñas, y comerán el fruto de ellas. No edificarán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; porque según los días de los árboles serán los días de mi pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos. No trabajarán en vano, ni darán a luz para maldición; porque son linaje de los benditos de Jehová… No afligirán, ni harán mal en todo mi santo monte, dijo Jehová” (Isaías 65:17-25).
Cientos de años después, el apóstol San Juan recibió una visión similar, y escribió: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existíamos. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasarán” (Apocalipsis 21:1-4).
No más sufrimiento, no más lágrimas, no más muerte!
No más violencia, no más luchas, no más guerras!
No más egoísmo, no más celos, no más crueldad!
Tal es el glorioso futuro que Dios ha planeado para su pueblo fiel. Sus hijos vivirán eternamente en un mundo tan hermoso en todo sentido, que el apóstol Pablo dijo de él: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1ª Cor. 2:9). En otras palabras, el hogar de los salvados es demasiado bello para describirlo; es demasiado maravilloso para poder se concebido por la imaginación humana.
Esto ilumina la declaración de Apocalipsis 14:6,7 que dice cómo el pueblo remanente de Dios llevará el “Evangelio eterno” a “toda nación, tribu, lengua y pueblo”.
Son los portadores de buenas nuevas y no de malas noticias. Buenas nuevas de duración eterna. Noticias mejores que las que nunca se han oído. Nuevas de que hay una esperanza y un gozo tan plenos como los que Dios mismo pudo proveer para un mundo desesperado.
Es verdad que los hijos de Dios deben advertir a todos acerca del fin que se aproxima; deben hablar de las consecuencias de la rebelión contra el gobierno de Dios; pero esto constituye una pequeña parte de su tarea. Los portadores de esas buenas nuevas son el pueblo de la liberación, que siempre busca la salvación de otros y encuentra su gran satisfacción en abrir las puertas del cielo para aquellos que voluntariamente se habían excluido de él.
Debido a esto, son el único pueblo que es verdaderamente feliz en un mundo sumamente infeliz. Ese pueblo irradia el gozo del Señor para iluminar a la gente que ha olvidado en qué consiste el verdadero gozo.
Tenemos buenas nuevas para Ud. Hoy!, les dicen a sus amigos, vecinos, amistades y a todo el mundo. Buenas nuevas acerca de Dios y de su amor. Buenas nuevas acerca del futuro y de todas las maravillas del reino venidero de justicia y de paz. Buenas nuevas acerca del pronto regreso de Cristo y de sus planes gloriosos para los que le aman.
Buenas nuevas para los enfermos, que pronto disfrutarán de salud eterna; buenas nuevas para los deformes, que pronto será restaurados; buenas nuevas para los ciegos, que pronto verá; y para los sordos, que pronto oirán. Buenas nuevas también para los afligidos, porque todos los que han muerto en Cristo resucitarán de la tumba para no volver a morir.
En 13 de enero de 1967, dos policías de Nueva York oyeron un ruido intenso y sordo que procedía de cierta calle. Sintieron olor a gas, y sospechando que podía ocurrir algo serio, enviaron un mensaje pidiendo ayuda, y luego corrieron de casa en casa haciendo sonar los timbres y gritando: “Salgan fuera! No pierdan tiempo en sacar nada! Salgan fuera!”
Pronto llegaron otros policías con bocinas que también gritaban: “Esto es una emergencia! Salgan todos!”
Salieron más de trescientas personas, algunas en salida de baño, otras en pijamas y otras en camisones. Algunas llevaban bebés en sus brazos, mientras otras arrastraban tras ellas a niños espantados.
Salieron justamente a tiempo. Poco minutos después hubo una tremenda explosión, y una sábana de fuego envolvió el vecindario. Un testigo escribió: “Las motobombas y los automóviles fueron incinerados. Los postes de teléfono ardían como pavesas gigantescas. Las casa fueron consumidas por las llamas”. 600 bomberos con 100 motobombas combatieron el incendio, que ardió fuera de control durante más de cuatro horas, mientras las cuadrillas de la compañía de gas trabajaban frenéticamente para cerrar las válvulas que controlaban el tubo de 60 centímetros de diámetro que se había roto.
Cuando amaneció, “dos motobombas, un camión de reparaciones de una compañía de gas y varios automóviles estaban quemados y humeantes…Postes de teléfonos ennegrecidos yacían cerca de una señal calcinada que indicaba un cruce de escuela. Quedaban solamente las escalinatas de ladrillos rojos de dos casas. Detrás de ellas había tan sólo pozos negros y humeantes”.
Pero la gente se había salvado. Gracias a la perspicacia de dos policías y a la rapidez con que lanzaron su advertencia contra el peligro, no se perdió un solo hombre, mujer o niño.
Esto se parece mucho a lo que ocurrió en Sodoma hace muchos siglos.
Cuando el fuego amenazó a esa antigua ciudad, los ángeles, y no la policía, dijeron a Lot y a su familia: “Escapa por tu vida, no mires tras ti” (Génesis 19:17). Todos los que atendieron esta advertencia se salvaron, y Sodoma fue consumida por el fuego.
Jesús dio una advertencia similar a los habitantes de Jerusalén concerniente a la llegada de las huestes romanas en el año 70. Notad la urgencia con que habla: “Cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel… Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotes, no descienda para tomar lago de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa” (S. Mateo 24:15-18).
Los que obedecieron su consejo se salvaron. Los que lo desoyeron perecieron en uno de los peores sitios de la historia.
Uno de estos días ocurrirá lo mismo. Puesto que las señales que anuncian la aproximación del fin cada día se tornan más evidentes, todos los que comprenden que vivimos en un tiempo peligroso, anunciarán cada vez con mayor urgencia la inminencia del fin del mundo.
Tal como esos policías neoyorquinos percibieron que la catástrofe era inminente a juzgar por el ruido subterráneo y el olor a gas, así también los siervos de Dios que contemplan los acontecimientos portentosos de nuestra época, sabrán que el fin del mundo está por acontecer. Sostenidos por una evidencia abrumadora, declararán con las palabras del Maestro: “Cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está el reino de Dios” (S. Lucas 21:31).
Tal es la invitación que os llega en este momento. Debido a que Dios os ama tanto, y porque él sabe cuán cerca está el fin, os ruega que le entreguéis vuestro corazón sin reservas. Por vuestro presente y eterno él quiere que renunciéis a los males que os atraen, y que abandonéis los hábitos perjudiciales que amenazan vuestra vida y vuestra salud. Quiere que os unáis con su pueblo remanente, el pueblo por quién él tanto se preocupa y para quien hace tantos planes.
Quiere que os levantéis y que seáis tenidos por justos y verdaderos, y que seáis testigos valerosos de todo lo que él más estima.
Este pude ser el momento de la decisión para vosotros. No lo dejéis pasar. Poneos del lado de Dios.
Entonces no tendréis necesidad de temer el fin. Podréis decir juntamente con David: “Dios es muestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar” (Salmo 46:1,2).
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