05/01/2010

HACIA UNA EXPERIENCIA CRISTIANA RENOVADA

Partimos de una firme convicción: sólo el Espíritu Santo aviva y aquilata la experiencia de la fe. Los esfuerzos humanos más ingeniosos y acendrados son incapaces
por sí solos de generar una sola brizna de este don de Dios. Pero podemos y debemos colaborar con el Espíritu en este empeño tan decisivo para la vitalidad de
la fe en nuestra Iglesia.
1. Una llamada para toda la Iglesia
Para avivar la experiencia de su fe, la Iglesia ha de afrontar noblemente la situación real en la que se encuentra la sociedad y la misma comunidad. El fenómeno del oscurecimiento de Dios en el horizonte de nuestro mundo europeo es preocupante e incluso tentador. Pero encierra dentro de sí una llamada del Señor a la Iglesia, que ésta no puede eludir. En circunstancias inhóspitas, estamos llamados a enriquecer y purificar nuestra experiencia creyente, mediante el cultivo de una espiritualidad adaptada a la situación.
La coyuntura presente nos invita a cultivar la espiritualidad de la confianza, no la del optimismo. En conjunto la radiografía del presente y las perspectivas del futuro no invitan al optimismo. No tenemos ninguna garantía, nacida de nuestra fe, para afirmar que las cosas «irán mejor» dentro de 25 ó 40 años. Sí tenemos motivos para ahondar nuestra confianza en la indestructible voluntad salvadora de Dios y para declinar en sus manos, venciendo todos los miedos, la manera como Dios ejerce y ejercerá su voluntad salvadora.
A través de las actuales circunstancias culturales y sociales Dios está postulando de su Iglesia una espiritualidad de la fidelidad y no del éxito. En tiempos no tan lejanos veíamos cómo «las piedras se convertían en hijos de Abrahán». Hoy contemplamos cómo muchos hijos de Abrahán parecen convertirse en piedras. Jesús no fue ajeno a esta prueba. «Aprendió fidelidad» (Hb 5,8). Comprendió cada vez con mayor claridad que el Padre le pedía fidelidad, no éxito inmediato. «El éxito no es uno de los nombres de Dios» (M. Buber).
La espiritualidad correspondiente a nuestro tiempo será la del servicio oscuro, despojado de la relevancia y el poder de otras épocas, no siempre bien entendido y con frecuencia poco «eficaz» para promover el encuentro de la gente con Dios.
Somos llamados a vivir una espiritualidad humilde, pero no culpabilista. No atribuyamos a nuestros pecados todas las dificultades y resistencias que la sociedad ofrece a la fe. Muchas de ellas tienen raíces culturales que no dependen de nosotros.
Asumimos nuestra responsabilidad pasada y presente con la humildad de quienes saben reconocer y corregirse y con la paz de quienes saben que el protagonista de la historia es el Dios del Amor.
En una época en la que lo mucho que hay por hacer y la conciencia de no saber hacerlo bien suele fácilmente ponernos nerviosos, habremos de poner en práctica la espiritualidad del hacer sosegado. A Jesús la pasión por evangelizar no le deja sestear, pero tampoco le quita el sosiego. No vive devorado por la fiebre de curar a todos los enfermos, de saciar a todos los hambrientos, de liberar a todos los esclavos, de atraer a todos los descarriados. No tuvo la pretensión de hacerlo todo.
Realizó acciones significativas del Reino que inauguraba. Busquemos la calidad de nuestra acción por encima de la cantidad.
En una fase de la historia en la que la intemperie exterior puede contribuir a la lenta formación de un desierto interior en muchos creyentes, la compañía de la Iglesia a los creyentes, la creación de comunidades con relaciones fraternas, la cercanía familiar de los responsables, la creación de espacios eclesiales sanos, «ecológicos», en el mundo pueden constituir otras tantas actitudes de nuestra espiritualidad.
En un tiempo en el que la exterioridad predomina tan poderosamente nos será necesaria una espiritualidad de la interioridad que, sin llegar a ser intimista, cultive los espacios interiores de la persona y los sane de las heridas recibidas.
La pregunta acerca de lo que Dios quiere decirnos en esta crisis es ineludible. Después de haberintentado responder a ella podemos ocuparnos de otras: cómo cultivar la experiencia cristiana en los cristianos motivados; cómo avivarla en los creyentes distraídos; como ofrecerla a los increyentes animados de profundas inquietudes humanas.
2. Pautas generales del Concilio Vaticano II
Analistas cualificados del Concilio destacan las opciones que los Padres Conciliares adoptaron al exponer el mensaje cristiano a toda la Iglesia y al ofrecerlo a la sociedad.
El Concilio prefiere, en primer lugar, el lenguaje de la experiencia de la fe y del diálogo con creyentes e increyentes; ha preferido la actitud comprensiva y pastoral al rigorismo exigente y a las condenaciones. Esta opción trasparece en varias constituciones conciliares. De manera todavía más explícita en el «Mensaje de los Padres del Concilio a todos los hombres».
Sin orillar el razonamiento riguroso, el Concilio opta asimismo por un lenguaje de clara resonancia simbólica y testimonial. En virtud de la opción por lo simbólico se propone presentar la realidad del hombre y del mundo como señal que rememora y anticipa la plenitud de Dios. Asimismo, el misterio de la Iglesia es presentado a partir de y en torno a los grandes símbolos bíblicos (pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu...). La opción testimonial confiere, por su lado, un estilo confesante a su mismo lenguaje: «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en virtud del cual hayan de salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro...que es el mismo ayer hoy y siempre» (Gaudium et spes, n. 10).
El Concilio ha preferido el lenguaje de la convicción al de la presentación polémica.
Nos invita a contemplar el Misterio, más que a analizarlo racionalmente (Sacrosanctum Concilium). Nos induce a agradecer los dones de Dios y a hacerlos llegar hasta los últimos (Ad gentes).
La Asamblea conciliar ha optado por una propuesta límpida, pero amable del mensaje cristiano al mundo y ha eludido cualquier apariencia de imposición y cualquier viso de una actitud básicamente recelosa o negativa ante él. Estas opciones conciliares son pautas sumamente luminosas para orientar la pedagogía de la Iglesia al suscitar la fe.
3. Cómo cultivar la experiencia cristiana en creyentes motivados
3.1. Valorándola en su integridad

Muchos cristianos subestiman la espiritualidad en aras de un compromiso de servicio que constituiría lo verdaderamente valioso y decisivo de la experiencia cristiana. Para ellos «creer es simplemente comprometerse». Otros conciben la experiencia cristiana como una íntima unión «con Dios solo» y llegan a identificar plenamente experiencia y oración. El compromiso de amor servicial a la Comunidad y a los pobres serían, a lo sumo, consecuencia y exigencia de la experiencia cristiana, no un componente de la misma. Es preciso deshacer este equívoco. «El problema de una espiritualidad cristiana... estará por una parte en mantener que sólo Dios es Dios... y por otra que Dios nos ha encomendado el mundo... y se ha querido hacer presente en el rostro de los hermanos» (J. Martín Velasco).
3.2. Aprendiendo y enseñando a orar
Si la oración es lugar privilegiado e ineludible de la experiencia cristiana no parecen en absoluto coherentes las graves deficiencias que observamos en su ejercicio. La gran carencia de una inmensa muchedumbre de católicos consiste en que, tras decenios y decenios de participar en la Eucaristía dominical e incluso de vivir un compromiso eclesial, apenas conocen más que «la oración de emergencia» de momentos especiales y la oración vocal heredada, ambas preciosas, pero claramente insuficientes. Aprender a orar es una verdadera urgencia. No basta remachar la necesidad de la oración. Es preciso iniciar a ella. Los grupos orantes y las escuelas de auténtica oración cristiana deben multiplicarse entre nosotros. Enseñar a orar es responsabilidad de todos los que hemos recibido la gracia de haber aprendido este saludable ejercicio. Conocer las fuentes, los motivos, los efectos, las fases, las tentaciones, las arideces y los consuelos de la oración ha de pertenecer al patrimonio común de todos los cristianos. La iniciación a la liturgia, que actualiza el misterio central de nuestra fe, es asimismo una verdadera escuela de oración. La Palabra bien proclamada, los gestos realizados con sencillez y verdad, la inmersión de nuestro «yo» creyente en el «nosotros» de la comunidad reunida, el canto bien escogido que aglutina y despierta registros de nuestra sensibilidad están llamados a visibilizar la presencia activa del Espíritu en el encuentro y a ser poderosos educadores de la actitud orante de los creyentes.
3.3. Preparando y purificando el corazón
La presencia real de Dios en nosotros y en nuestro mundo no es consentida y ni siquiera reconocida cuando no nos afanamos en desasirnos de proyectos, deseos, temores, pasiones, comportamientos que constituyen pequeños y ridículos absolutos para nuestro corazón. Es necesaria una vigilante sobriedad para «tener la casa en orden» aunque éste será siempre relativo.
La presencia de Dios está reclamando asimismo un estilo de relación con las personas que no esté marcada ni por el afán de dominar, ni por el deseo de seducir, ni por la cautela desconfiada, ni por el complejo de superioridad, ni por la frialdad, ni por la doblez ni por el utilitarismo, sino que esté impregnada de un estilo sincero, generoso, humilde, cálido, confiado y gratuito. Aquellas actitudes crean una niebla espesa que vela a Dios impidiéndonos descubrirla en el rostro de los hermanos. Éstas, en cambio, nos disponen a entreverlo en el corazón mismo de nuestras relaciones.
El equilibrio entre interioridad y exterioridad es otra condición favorable a la experiencia de Dios. La vida moderna nos empuja muchas veces a la ruptura de este equilibrio. Suscita la ambición por abarcar mucho y «llegar a todo». Impone a nuestra vida un ritmo apresurado que genera insatisfacción por lo que hemos hecho a medias y ansiedad por lo que aún queda por hacer. En estas circunstancias, «Dios está cerca, pero nosotros estamos lejos». Es mejor hacer menos con mayor sosiego.
Pero también puede alterarse el equilibrio desde el polo de la interioridad. La vida exteriorayuda a la interior a huir de la hipersensibilidad, que bloquea a tantas personas, y a evitar la tendencia a convertir nuestros «problemillas» en «problemazos».
3.4. La lectura de los grandes testigos
Pocas cosas encienden más nuestro anhelo de ensanchar y profundizar el deseo de Dios que la lectura de las «confesiones» de grandes testigos de nuestra fe.
Contemplar en ellos la progresiva revelación de Dios, la acogida y las resistencias que despierta en el creyente, el gozo que aporta y la oscuridad afligida que comporta reanima en nosotros las más nobles aspiraciones cristianas. Re-conocemos en estos itinerarios, a una escala mucho más elevada, lo que barruntamos en los nuestros.
Nos sentimos como pajarillos que nos atrevemos a volar al contemplar el vuelo de estas águilas. Los testimonios de Agustín, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola,
Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, y los más recientes de Bonhoeffer, Isabel de la Trinidad, Edith Stein, Juan XXIII y otros muchos enardecen serenamente el corazón, liberando en él sus energías más profundas. Estamos hechos para encontrarnos con Dios, «diseñados para el diálogo con Él» (H. U. von Balthasar).
4. Cómo despertar a los cristianos de fe debilitada
4.1. Dar nombre a determinadas experiencias de su vida

Hemos aludido ya a tales experiencias, ligadas a su vida personal, familiar, social y eclesial. Hechos ordinarios o extraordinarios llevan a estos creyentes de fe descuidada a un estado próximo al encuentro vivo con el Dios vivo. Aceptar la gestación de un hijo deficiente, renunciar a una ganancia fácil pero inmoral, dar la razón a quien la tiene afrontando consecuencias negativas para nuestro futuro, son situaciones en las que Dios «les visita». Estas personas no suelen tener generalmente recursos interiores para interpretar lo que sienten ni para identificar lo que les sucede como una llamada del Señor. Una atenta mirada pastoral o apostólica nos ayuda a detectar tales situaciones y nos conduce a estar próximos a estas personas y a ayudarles a realizar una adecuada lectura creyente de lo que están viviendo.
4.2. Una pastoral en clave de iniciación
No se aprende la experiencia religiosa como se aprende el inglés o la natación.
Necesitamos un proceso de iniciación. El iniciador es aquél que nos ayuda a que emerja a nuestra conciencia viva aquello que ya existe en nosotros. En el caso de la experiencia religiosa favorece nuestra apertura a la presencia originante del Misterio de Dios en nosotros y en nuestro mundo. El iniciador riega nuestro espíritu con un agua exterior que confluye con el pozo interior producido en nosotros por el manantial de Dios vivo. Ofrece un servicio para que la persona y Dios puedan encontrarse de manera más directa, disipando imágenes deformadas de Él que se interponen a este encuentro. Colabora con el Espíritu Santo para que el creyente se encuentre mano a mano con Jesucristo en la ardiente oscuridad de la fe bajo la lámpara de la Palabra de Dios. Aconseja el cultivo de las actitudes apropiadas y la ruptura con formas de vida inconvenientes.
Sólo el iniciado puede iniciar. Necesita además para hacerlo una determinada pedagogía. No se puede iniciar en masa. Este delicado proceso está reclamando una atención individual y personalizada. ¿No estaremos descuidándola en favor de otras tareas tal vez más urgentes pero menos necesarias? Dejar lo necesario por lo urgente es una tentación bien conocida por lapastoral. La atención individualizada reclama de nosotros no sólo dedicación de tiempo, sino también una mayor implicación personal. Nadie promueve la conversión de los demás sin exponer su propio corazón.
4.3. La ruptura con formas de vida incoherentes con la fe
Hemos anotado que las dificultades para un encuentro vivo con el Señor nacen frecuentemente de una forma de vivir dispersa, superficial, hiperactiva y del círculo espeso de nuestras pasiones que ciegan los ojos y embotan la sensibilidad.
Ciertamente Jesucristo, que busca incansablemente al hombre, traspasa en ocasiones estecírculo y lo horada lentamente o lo taladra «con estrépito». Pero ordinariamente es preciso, que movido por la gracia, sea el hombre mismo quien previamente rompa con estas maneras de vivir inapropiadas. Para ver a Dios hace falta un corazón limpio (Mt 5,8). Es preciso atreverse a romper con las ataduras al pecado que nos envuelve y esclaviza. Hace falta coraje para esta ruptura. Las «gratificaciones secundarias» que obtenemos de nuestras esclavitudes pecaminosas y la escasa reciedumbre −enfermedad de nuestro tiempo− para asumir decisiones drásticas retardan «sine die» la conversión. Un sordo malestar, cuajado de insatisfacción y de oscuro sentimiento de culpabilidad acompaña con frecuencia estas vidas. No es difícil detectar en el interior mismo de este malestar una llamada del Señor. No sería pequeño servicio el ayudar a los cristianos interpretarlo de esta manera.
4.4. El servicio a los excluidos
Los pobres, los enfermos, los sufrientes son presencia latente del Señor crucificado
(J.-M. R. Tillard). En consecuencia, antes todavía de ser destinatario de nuestra entrega servicial, son objeto de nuestra mirada de fe. Iluminada por la palabra de Dios nuestra fe descubre en ellos al mismo Jesús hambriento, sediento, desnudo, enfermo, encarcelado (cfr. Mt 25,34 ss). Dios Padre, que siente debilidad por sus hijos débiles nos ha hecho responsables de su suerte. El teólogo J. Moltmann nos advierte el llamativo parentesco de estructura existente entre dos frases de Jesús. Una de ellas dice: «Quien a vosotros (los apóstoles) acoge, a mí me acoge» (Mt 10,40). La otra: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). He aquí dos señas de identidad inexcusables para
los seguidores del Señor.
Si la gente marginada de la mesa de la salud y de los bienes materiales y sociales es presencia privilegiada del Señor, aproximarnos, servirlos, sintonizar con ellos ejerciendo la misericordia y la justicia tiene que ponernos especialmente «al alcance » del Dios de Jesús. Para personas que se han enfriado en la fe, uno de los caminos más indicados para recuperar su vigor estriba en implicarse en este noble servicio.
No se sienten con arrestos espirituales para comprometerse en tareas evangelizadoras o litúrgicas. Pero aceptan enrolarse en servicios eclesiales o cívicos destinados a los necesitados (p. e., a los inmigrantes). La pedagogía pastoral habría de consistir en ayudarles a descubrir todo el sentido que, desde la fe, tiene su compromiso.
La experiencia muestra que frecuentemente la fe reflorece en los cristianos que se implican en estos menesteres. Cuando este compromiso se vive codo a codo con otros cristianos más motivados en su fe, la influencia que sobre ella ejerce este compromiso se vuelve más intensa. Bastantes bautizados han reforzado por este camino una fe que iba debilitándose paso a paso.
4.5. Asumir y purificar la piedad popular
Con todas sus insuficiencias y ambigüedades, la piedad popular es un sedimento muy rico de experiencia religiosa. Santuarios, cofradías, peregrinaciones, novenas, movilizan la afectividad, suscitan generosidad y sacrificio y mantienen vinculada a la comunidad de fe a una muchedumbre bastante desenganchada de otros compromisos más centrales como la habitual participación en la Eucaristía dominical. Las formulaciones de la fe subyacentes a algunas de estas devociones populares no guardan el equilibrio requerido. Con frecuencia el sentimiento religioso que despiertan no se traduce en una conducta coherente con el Evangelio. El riesgo de sustraerse al discernimiento eclesial e incluso el de ir convirtiéndose en fenómenos culturales cada vez más pobres en sustancia religiosa no es imaginario.
No podemos menospreciar por impuras y desviadas estas manifestaciones, que contienen un trasfondo de fe. Acogerlas significa reconocer sus valores, respetar su espacio de autonomía dentro de la comunidad cristiana, mantener un contacto habitual con estos grupos cristianos y sus líderes. La fe es un árbol que habitualmente se asienta y crece mejor en un solar provisto de las sales de la religiosidad que en la tierra empobrecida de una indiferencia religiosa casi total.
No podemos tampoco condescender permisivamente con todas sus expresiones y actividades. Necesitan recibir de la comunidad eclesial un discernimiento paciente y comprensivo, pero real, neto y firme. Y, sobre todo, es preciso que intentemos una educación en la fe que, partiendo de lo que viven les conduzca hacia lo que todavía no han descubierto. La fe purificada que de ella derive mantendrá ese sabor a experiencia tan importante para afrontar la intemperie religiosa de nuestro mundo.
5. Cómo despertar esta experiencia en increyentes noblemente
inquietos
5.1. En el corazón de las experiencias humanas fundamentales
«La experiencia religiosa se da en la experiencia global del ser humano. Cabe distinguirlas, pero no separarlas» (P. Tillich). El cristianismo es una interpretación creyente de la realidad y de la historia.
La experiencia humana en general y la experiencia religiosa no son dos mundos aparte. La buena pedagogía reclama que, reconociendo siempre que Dios puede revelarse libremente a través de caminos no programados e imprevistos, tomemos pie en la experiencia humana que los increyentes comparten con nosotros y estemos prestos a leer con ellos no sólo qué contiene, sino también hacia Quién apunta.
Muchos componentes de esta experiencia apuntan hacia el Misterio y el Absoluto que loscristianos identificamos con el Dios revelado en Jesucristo. Nuestro mismo conocer que va describiendo y explicando las cosas se encuentra con que no puede comprenderlas al toparse con cuestiones como ésta: «¿Por qué existe cuanto existe?». El contraste entre nuestro deseo ilimitado y nuestra capacidad limitada nos hace preguntarnos cuál es el significado de tal deseo. Captar la belleza produce en nosotros una emoción estremecida, semejante a la actitud sobrecogida ante el Misterio. Cuando no estamos requeridos por las urgencias del momento nuestra misma existencia personal se nos vuelve inexplicable: «¿Por qué existo yo? ¿Para
qué existo?». En nuestras relaciones personales profundas (amor, amistad, etc.) late la pregunta por el fundamento que da consistencia a tales relaciones. La manera absoluta e ineludible como se nos impone nuestra responsabilidad ante la persona del otro nos interroga acerca de la raíz última de esta vinculación moral inexcusable.
El deseo radical de felicidad, la necesidad de que nuestra vida tenga un sentido y el ansia indestructible de «no perder nuestra vida», de no malograrla, sino «lograrla», alertan nuestro espíritu y le orientan siquiera interrogativamente en una dirección abierta al misterio de Dios.
5.2. El testimonio
La doctrina se transmite por la enseñanza. El comportamiento moral se transmite a través del ejemplo. La experiencia de fe se transmite especialmente por la vía del testimonio. Por esto, «la sangre de los mártires (supremos testigos) es semilla de (nuevos) cristianos» (Tertuliano).
¿Dónde radica la fuerza especial del testimonio de nuestra fe? No en la solidez y firmeza del testigo. Ésta es una criatura frágil, en la que resplandece la fuerza de Dios. El vigor de su testimonio consiste en que el testigo compromete su persona misma y la ofrece como garantía de su fidelidad a la Persona de la que da testimonio.
En el acto mismo de testificar reconoce a Dios como Dios y a Cristo como Señor, se retrata como alguien que ha renunciado a girar en torno a sí mismo y ha puesto el centro de gravedad de su existencia en Dios y en su Cristo. Por este motivo ninguna otra realidad humana puede reflejar tan persuasivamente al Dios de Jesús como máximo valor de la vida humana.
El testigo individual tiene su eminente dignidad y su función irreemplazable en la relación entre personas. Pero el sujeto propio del testimonio público es la comunidad.
Cuando una comunidad reconoce a Jesucristo como su único Señor, ora con perseverancia, vive fraternalmente cuidando de manera especial a sus miembros débiles, practica el servicio al entorno en el que está inscrita y anuncia su fe sin complejos, planta en medio de la sociedad un reclamo interpelador. Se convierte en comunidad de contraste (G. Lohfink) que genera una sana extrañeza en los espíritus más sensibles. Se torna «comunidad alternativa» que muestra, a escala menor, que es posible vivir de otra manera en sociedad. Es, por ello, profética en el doble
sentido de la expresión: denuncia las inhumanidades del mundo y anuncia un mundo nuevo, diferente, mejor, más humano y más conforme al corazón de Dios.
La comunidad se torna signo del Reino.
Sin embargo resulta decepcionante que estos signos muevan, por lo general, tan poco a nuestros contemporáneos. Llegan a admirar determinadas comunidades menores e incluso algunos comportamientos de las comunidades mayores, pero no se sienten existencialmente interpelados en su posición cerrada e indiferente ante la fe. Sólo los signos de excepcional calidad (p. e., Teresa de Calcuta y sus hijas) parecerían conservar su capacidad removedora. ¿Deficiencias del signo? ¿Contrasignos que neutralizan los signos? Confesamos sencillamente que existe algo de esto. Pero no olvidemos que Jesús fue un Signo puro que tampoco suscitó en su vida pública adhesiones generales ni duraderas. La principal dificultad está en que los ojos de muchos están oscurecidos por las condiciones culturales y sociales. El signo exterior mueve a conversión cuando la onda que emite sintoniza con la onda interior del sujeto, nacida de la presencia de Dios en él. Hoy la recepción de la onda exterior está bloqueada por las circunstancias antedichas. Dios «se somete» al silencio que le imponen tales circunstancias. La hora presente es, en este aspecto, oscura. No sabemos cuánto durará. Pero Dios está ahí y, sin forzar la libertad, emerge por las grietas de esta situación cuando quiere y como quiere. Mientras tanto, un grupo numeroso de creyentes «rezan, actúan con justicia, ponen en práctica el amor y esperan al Reino de Dios» (D. Bonhoeffer).
5.3. Querer que Dios exista
No es infrecuente encontrarse con increyentes que desearían que Dios existiera. Por una parte no pueden creer y por otra no se les hace cómoda su increencia.
Alimentar este deseo en un diálogo cercano y respetuoso es contribuir a poner en marcha un itinerario que puede conducir a Dios. «Sólo el que necesita a Dios y, por tanto, lo desea y lo ama, puede descubrirlo. Para conocerlo hay que empezar por anhelarlo, por tener hambre y sed de Él. Sólo quien busca con pasión infinita lo encontrará». «Creer en Dios es querer que Dios exista, no poder vivir sin Él» (M. Gelabert).
Pocas cosas alegran más íntimamente un corazón creyente que el haber sido testigo cercano y modesto partícipe de un itinerario personal que va de la niebla densa de la increencia a la luminosidad oscura de la fe en Jesucristo nuestro Señor.

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